viernes, 28 de noviembre de 2008

La otra muralla de Cartagena


Un recorrido por la zona marginal de la ciudad más turística de Colombia

Pensé que sería difícil conversar con la gente, que tendría que esforzarme para convencer por lo menos a alguien de que me contara su historia. Pero, a medida que empecé a caminar por las calles de Nelson Mandela, un barrio periférico de Cartagena, Colombia, descubrí que la situación era al contrario: nadie quería quedarse sin contar su historia, todos anhelaban ser escuchados.

De hecho Juvenal, el taxista que me llevó al lugar, me había comentado en el camino que la mayoría de habitantes del barrio a donde íbamos eran campesinos sencillos y amables. Pero él se refería directamente a la dificultad que tenían estas personas para conseguir trabajo en la ciudad. “Son analfabetos, no conocen nada de lo que se hace aquí, lo único que saben es manejar el machete y la pala para sembrar, nada más”.

Sin embargo, Angie Paola, de 21 años, y su esposo, José Julián, de 24, las dos personas con que primero conversé, han aprendido a defenderse en la ciudad. Ella lava platos en un restaurante cercano, mientras él recorre las calles aledañas vendiendo café. Entre ambos no alcanzan a reunir más de seis dólares diarios. “No es mucho, pero al menos todos los días tenemos para el arroz y los dos huevos fritos”, dice Angie con resignación.

Ellos, al igual que las demás personas que conocí, llegaron al barrio huyendo de la guerra que se desató en su pueblo natal entre guerrilleros, paramilitares y ejército. La mala suerte los acompañó hasta para escoger el lugar donde decidieron levantar su rancho de cartón y madera. Quedaron ubicados al lado de un arroyo de aguas negras que se desborda cuando llueve. La última vez que se inundaron lo perdieron todo: un radio, varios harapos de ropa y el colchón de paja. Ahora, cada noche de lluvia amanecen en vela con las cosas empacadas a la espera de que las aguas negras empiecen a ingresar al rancho.

Después de conversar con ellos, seguí caminando con Juvenal. Entonces le pregunté por qué estas personas cuando abandonaron sus tierras en el campo prefirieron desplazarse hacia Cartagena y no a otra ciudad que les ofreciera una mejor posibilidad. Juvenal sonrió con ironía: “Pensaron que en Cartagena, con tanto turismo que hay, iban a conseguir una mejor vida, pero no sabían que aquí todo el dinero se queda en manos de tres familias corruptas que son las que mandan”.

En ese momento una mujer se acercó a saludarnos. Era Ana Hernández, una viuda de 59 años cuyo rostro reflejaba un cansancio sepulcral. Quería que ingresáramos a su vivienda para que conociéramos a su hermana Lenid Marías, quien permanecía sentada en una desvencijada silla mecedora. Su aspecto era aterrador: se rascaba con desespero todo el cuerpo y se retorcía haciendo esfuerzos por pronunciar alguna palabra y miraba hacia todas partes sin poder controlar sus ojos. “Ella sufre retraso mental, pero lo peor de todo es que el piojillo la está matando”, dijo Ana. ¿El piojillo?, le pregunté. “Sí, un animalito que se cría en las aguas negras que hay por aquí, todos nosotros lo tenemos en el cuerpo, la rasquiña en las noches es insoportable”, respondió.

Al salir de la vivienda, Juvenal me señaló la pequeña corriente de aguas negras que se deslizaba por la mitad de la calle y donde un niño estaba metido con los pies descalzos: “Ese es el alcantarillado aquí, por ahí bajan los excrementos y todas las suciedades de cada casa”. A mí me pareció imposible que ninguna autoridad o entidad hubiese hecho algo por mejorar minimamente la calidad de vida de estas personas. “Plata sí le han metido a este barrio”, dijo Juvenal, “lo que pasa es que toda se la han robado”.

A medida que seguimos internándonos en el barrio, los niños empezaron a seguirnos. Todos querían ser fotografiados y luego ver en la pantalla cómo habían quedado, con sus cuerpos escuálidos y sus ropas moribundas. De igual modo, varios adultos se acercaron y nos invitaron a pasar a sus humildes viviendas. La mayoría eran vendedores ambulantes de comidas y bebidas. Pero ninguno lo hacía en Bocagrande, el sector hotelero donde se alojan los turistas que llegan de todo el mundo, un lugar conocido como “La pequeña Miami”. Ni tampoco lo hacían en la Ciudad Antigua, el lugar de peregrinaje de los turistas, con hermosas casas coloniales e imponentes castillos encerrados por una famosa muralla que hace siglos sirvió para que la ciudad se defendiera de los ataques piratas. “Es que para llegar a esos sitios nos tocaría que trabajar sólo para pagar los pasajes”, me explicó un señor.

Fue en ese momento cuando comprendí que había atravesado la otra muralla de Cartagena. No esa que está protegida como patrimonio arquitectónico y cultural de la humanidad. No, esa no, sino la otra. Esa que han levantado las clases dirigentes, con la complicidad de algunos medios de comunicación, para que el mundo no conozca la realidad de centenares de personas que no alcanzarían a reunir en un año de sacrificios lo que un turista se gasta en un día de diversión.