martes, 27 de marzo de 2012

Parte III y Fin: La agonía del páramo

  En los últimos tiempos muchos campesinos han asumido un proceso de recuperación del páramo. Pero, a pesar de esto, los ríos siguen disminuyendo su caudal y más animales y plantas están en peligro de extinción. La razón: el calentamiento global y las malas prácticas agrícolas de muchos otros campesinos que aún no comprenden la importancia del páramo.

Gildardo Valenzuela fue el primero en dar el paso. Después de ser capacitado por la Corporación Autónoma Regional de Nariño (Corponariño) sembró diferentes tipos de plantas como habas, coles, lechugas, acelgas, remolachas, nabos, zanahorias y cebollas. De igual manera, Arturo Quillismal, por medio de un proyecto de la Fundación Altrópico, decidió acompañar sus cultivos de papa con mellocos, quinua y chochos. “Esta diversificación mermó la expansión de la frontera agrícola y le garantizó al campesino una forma de subsistencia, pues ya no sólo siembra para el comercio sino también para su alimentación”, explicó Oscar Falconí, de la Fundación Altrópico. 

Humberto Cuaical también fue capacitado. Pero no implementó su shagra sino que siguió subsistiendo únicamente del azufre que bajaba del nevado del Cumbal. 

Entre tanto, Gildardo Valenzuela y Arturo Quillismal, así como todos los que tenían shagras, dejaron de usar insecticidas y empezaron a fumigar sus plantaciones con yerbas que no alteraban el ecosistema. También convirtieron las heces de los animales que criaban (conejos, cuyes, cerdos y gallinas) en abonos, incluso Gildardo Valenzuela construyó un biodigestor que le permite cocinar sus alimentos con el gas que liberan las heces de sus cerdos en vez de hacerlo con la leña de los árboles. 

Además de estos cambios individuales, muchas comunidades se unieron para desarrollar procesos colectivos. Fue así como los campesinos de la Comuna La Esperanza lanzaron a los riachuelos diez mil alevines. Luego, respaldados por el municipio de Tulcán, sembraron en el 2007 más de 40 mil árboles nativos como el arrayan, pumamaque, cedro, polylepis y capote. Además, delimitaron la frontera agrícola en los tres mil 500 msnm, y prohibieron sembrar de ahí hacia arriba. 

En el lado colombiano del páramo sucedió lo mismo. Corponariño construyó un vivero para entregarles a los campesinos árboles nativos como el cuaza y el acacio, que nutren los suelos, contribuyen a la recuperación de los riachuelos y sirven de alimento a muchos animales. Otras entidades como la Sociedad de Agricultores y Ganaderos de Nariño (SAGAN) y el municipio de Cumbal, entregaron incentivos a mil 120 ganaderos para que produzcan más leche en menos territorio. “El objetivo es brindarle a los campesinos alternativas que fortalezcan su economía y mejoren el medio ambiente”, manifestó Álvaro Valenzuela, del municipio de Cumbal. 

Gildardo Valenzuela y Arturo Quillismal, así como las entidades ambientales, saben que sus esfuerzos y los de sus comunidades no son suficientes para que el páramo recobre la vitalidad. Una prueba es que el Río Blanco disminuyó su caudal en un 30 por ciento en los últimos 15 años, mientras que otras fuentes bajaron más de un 40 por ciento en el mismo lapso de tiempo, según Corponariño. Otra prueba es que el Río Chico, en el lado ecuatoriano del páramo, presenta cada verano una disminución en su caudal de entre 40 y 50 por ciento, según el municipio de Tulcán. Así mismo, plantas como el bejuquillo y la espeletia, y animales como los escarabajos coprófagos, ingresaron a la lista de especies en peligro de extinción, según un estudio de la Universidad de Nariño. 

Esto se debe a que aún muchas personas se aferran a las malas prácticas agrícolas. Por ejemplo, hace unos meses, cuando las bajas ventas de azufre lo obligaron a dedicarse a la agricultura, Humberto Cuaical taló una hectárea del páramo para sembrar papa. De hecho, basta caminar por el lado colombiano del páramo para presenciar cómo cada día son arrancados los frailejones, quemados los pajonales y talados los bosques de la parte baja. También se puede evidenciar cómo otras personas acaban con los re poblamientos de truchas al pescarlas con cloro o barbasco. Y lo peor de todo es que tanto en el lado ecuatoriano como en el colombiano se presentan eventualmente incendios por fogatas que quedan encendidas. 

Pero los efectos del calentamiento global también le impiden al páramo recobrar su vitalidad. Nadie sabe con exactitud qué tanto ha avanzado el derretimiento de las nieves del Cumbal y del Chiles porque no existe un equipo de monitoreo, pero Álvaro Bolaños, de Corponariño, calcula que probablemente en diez años el Cumbal estará sin nieve: “Esto significa que desaparecerán las fuentes hídricas que surten a Ipiales y sus poblaciones rurales”. Las proyecciones de Mauricio Isacas, del municipio de Tulcán, también son preocupantes: “Si el Chiles se queda sin nieve durante todo el año, disminuirán las fuentes de agua para consumo, habrán dificultades para la producción agrícola y serios problemas para el ecosistema”. 

Para este ingeniero, la solución a este problema no la tienen las entidades ambientales ni los pobladores del páramo: “Hemos asumido el compromiso de descontaminar, de reforestar, de concienciar a la gente, pero muy poco han hecho los países responsables del calentamiento global”. Por su parte, el antropólogo Álvaro Bolaños tiene una opinión muy diferente: “Estamos a tiempo, se necesita sobre todo el fortalecimiento de la cultura indígena, porque sus ancestros eran los que más conservaban el medio ambiente”. Gildardo Valenzuela y Arturo Quillismal también confían en que es posible que el páramo vuelva a ser el de antes. El sueño que tienen ahora a sus 60 años es algún día despertar a sus nietos en la madrugada para enseñarles cómo defenderse en la vida, bien sea cazando venados o criando ganado, pero, eso sí, advirtiéndoles que no se debe extinguir la naturaleza. Lo único que se necesita, según ellos, es que todas las personas que actúan como Humberto Cuaical también empiecen a soñar.

jueves, 15 de marzo de 2012

PARTE II: La agonía del páramo

En el páramo, la extinción de varias especies animales provocó la proliferación de insectos, así como la extracción de hielo dejó a la mayoría de riachuelos sin su principal fuente de abastecimiento. Una crónica que escribí para relatar las consecuencias de la devastación.  



Durante varios meses, Gildardo Valenzuela estuvo lanzando todas las tardes su anzuelo en los riachuelos, hasta que empezó a disminuir la cantidad de truchas que pescaba. Por su parte, Arturo Quillismal tampoco tuvo suerte con sus cultivos. A veces, las heladas quemaban las plantas, mientras que otras veces los insectos deterioraban la calidad de la papa. Lo mismo le pasó a Humberto Cuiacal, quien, a diferencia de lo que sucedía con el hielo, no encontraba muchas personas que le compraran el azufre.

Gildardo Valenzuela sabía que las truchas estaban desapareciendo porque muchos pescadores utilizaban barbasco, un veneno poderoso que las mataba a todas sin importar su tamaño. Lo que ignoraba era por qué el caudal de los riachuelos disminuía, al punto de que ya algunos, como el Aguacolorada, se habían secado. Arturo Quillismal tampoco entendía por qué ahora proliferaban tantos insectos y el clima presentaba cambios repentinos y extremos. De igual manera Humberto Cuaical no podía explicarse dónde estaban las ranas y lagartijas que en su infancia saltaban a cada paso que él daba mientras caminaba por los pajonales con su padre. 

Las respuestas estaban, por un lado, en sus anteriores trabajos. Los tres, al igual que los más de cinco mil habitantes del páramo, habían alterado el ecosistema. Gildardo Valenzuela, así como lo hizo su padre y su abuelo, rompió el equilibrio al provocar con su oficio de cazador la extinción de los venados. Arturo Quillismal y los demás integrantes de su comunidad, al quemar los pajonales, destruyeron los humedales y el hábitat de los conejos, las lagartijas, las ranas y otros animales que se encargaban de controlar la proliferación de insectos. Y Humberto Cuaical y los demás hieleros habían acabado con los glaciales del nevado del Cumbal, una de las principales fuentes de abastecimiento de los riachuelos. 

Pero, por otra parte, la explicación para la agonía que estaba sufriendo el páramo también se encontraba en el calentamiento global. Era tan notorio el cambio de clima que ya ninguno de los tres vivía en casas como las de sus infancias, con paredes de barro que medían más de un metro de grueso, porque ahora para aislar el frío bastaba con el ladrillo común. Ese aumento de la temperatura empezó a derretir las nieves que cubrían las cumbres del cerro del Chiles en invierno y del nevado del Cumbal durante todo el año, nieves que eran otra de las principales fuentes de abastecimiento de los riachuelos 

Con el pasar de los años el páramo dejó de agonizar y empezó a morir. Más riachuelos se secaron, las truchas se sumaron a la lista de los animales extinguidos y varias especies de plantas desaparecieron por la masificación del uso de insecticidas. De modo que mientras Gildardo Valenzuela se vio obligado a abandonar la pesca, Arturo Quillismal y los demás cultivadores lograron vencer a los insectos que devoraban sus papas, aunque esto conllevó un significativo aumento en el precio del producto. Ahora bien, la forma en que muchos de ellos combatían las heladas era encendiendo enormes fogatas en los alrededores de sus cultivos, algunas veces con llantas, lo que sólo contribuyó a empeorar el estado del páramo. 

Gildardo Valenzuela no pudo encontrar un nuevo trabajo que le permitiera experimentar la lucha del hombre contra el animal, porque ya no había nada qué cazar ni pescar. Durante algunos meses se dedicó a bajar azufre del nevado del Cumbal, pero pronto comprendió que a sus 45 años ese trabajo le exigía más fuerzas de las que tenía. Entonces no le quedó otra alternativa que empezar a arar la tierra para sembrar papas e instalar corrales para la cría de cerdos. Además plantó cerca un bosque de eucaliptos para venderlo en unos años como leña. Era algo que acostumbraban a hacer muchos campesinos previendo una ganancia extra en un futuro cercano. Pero lo que conseguían en realidad con estos árboles era acabar con la humedad y los nutrientes de los suelos. 

Hasta ese momento, en la década de los noventa, las entidades públicas no se habían preocupado seriamente por capacitar a los campesinos para que sus prácticas agrícolas no destruyeran la naturaleza. Era tal el desconocimiento que nadie en el páramo alcanzaba a imaginar la magnitud de lo que estaba ocurriendo. Muchos, como Humberto Cuaical, consideraban que gracias a todo el hielo extraído ya no hacía tanto frío y se disfrutaba de un ambiente más abrigado. Por el contrario, otras personas, entre ellas Gildardo Valenzuela, temían erróneamente que el cerro del Chiles y el nevado del Cumbal hicieran erupción porque las nieves que se derretían en sus cumbres eran las encargadas de enfriar el calor que tenían por dentro, un calor que se hacía evidente con las aguas termales que brotaban en varias partes del páramo. Y había otros como Arturo Quillismal que creían que los venados, las truchas, las lagartijas, los conejos y las ranas no se extinguieron, sino que simplemente se trasladaron a otra parte del páramo. 

Lo cierto es que la deforestación provocada por tantos años de ganadería, la cacería, la pesca indiscriminada, la extracción de bloques de hielo, el calentamiento global y las malas prácticas agrícolas, entre otras cosas, hicieron que el páramo prácticamente perdiera sus últimos restos de vida. Tan solo quedaron algunos sectores amplios sembrados con frailejones y tapizados con pajonales que servían de hábitat a muy pocos animales. Los riachuelos que lograron sobrevivir permanecían durante gran parte del año con un cauce muy bajo, hasta que de repente caía un aguacero y se desbordaban provocando inundaciones. Aquel páramo que Gildardo Valenzuela, Arturo Quillismal y Humberto Cuaical conocieron en sus infancias, donde sus padres les enseñaron cómo defenderse en la vida, no lo pudieron disfrutar sus hijos. Sin embargo, no todo estaba perdido. El nuevo siglo trajo consigo un profundo interés tanto de los gobiernos de ambos países como de muchos campesinos por tratar de resucitar el páramo.

miércoles, 7 de marzo de 2012

PARTE I: La agonía del páramo

La cacería, la ganadería y la extracción de hielo acabaron con la vitalidad del páramo ubicado alrededor del Chiles y del Cumbal, en Nariño y Carchi. Una crónica que escribí para relatar esa devastación.

  

A los tres les sucedió lo mismo en sus infancias. Una madrugada cualquiera, a inicios de la década de los sesenta, fueron despertados por sus padres, quienes les ordenaron que se vistieran con la ropa más abrigada y con las botas de caucho porque desde ese día empezarían a aprender cómo defenderse en la vida.

Los tres vivían en el mismo páramo que bordea el cerro del Chiles, en Carchi, Ecuador, y el nevado del Cumbal, en Nariño, Colombia. Sus casas eran idénticas: techo de paja y paredes de barro que medían más de un metro de grueso para aislar el intenso frío. Sin embargo, el aprendizaje que empezaron a obtener a partir de esa madrugada les trazó caminos muy diferentes que después de muchos años coincidieron en un mismo punto.

El aprendizaje heredado
De los tres, Humberto Cuaical fue el único que salió molesto de su casa. Pensó, al ver a su padre con el hacha y el machete, que simplemente lo había hecho madrugar para lo mismo de todas las tardes: bajar al bosque a cortar los árboles que su madre utilizaba como leña en la cocina. Los otros dos, en cambio, salieron emocionados. Arturo Quillismal iba a montar por primera vez en caballo, mientras que Gildardo Valenzuela nunca antes había caminado con todos sus perros.

La rabia de Humberto Cuaical desapareció cuando notó que no bajaban al bosque, sino que caminaban hacia la parte alta del páramo, donde no había árboles qué cortar. Pero a los pocos minutos volvió a enojarse porque su padre se detuvo y lo regañó para que dejara en paz a las ranas y lagartijas que saltaban a cada paso que ellos daban. Ahí le mostró cómo debía cortar con el machete los pajonales más altos y las hojas más grandes de los frailejones, para luego amarrarlo todo en un solo paquete y seguir caminando. Por su parte, la primera enseñanza que recibió Arturo Quillismal fue muy similar. Su padre le dijo que debía localizar, sin bajarse del caballo, los pajonales más amarillentos, es decir, los más antiguos. Por el contrario, a Gildardo Valenzuela su padre le advirtió que el primer paso era no fijarse en ningún aspecto de los alrededores, sólo seguir el camino que tomaran los perros.

Ninguno de los tres sabía lo que le esperaba, pero todos quedaron maravillados cuando sucedió lo imprevisto. Humberto Cuaical recuerda que, después de dos horas de caminata por una trocha cada vez más empinada, llegaron a lo que él definió como “El infierno blanco”, un sitio sin vegetación, cubierto por piedras filosas, donde el viento soplaba cargado de granizo, con una fuerza capaz de elevarlos hasta el cielo. Arturo Quillismal también pensó que se encontraba en el infierno cuando su padre bajó del caballo y le prendió candela a los pajonales amarillentos, y las llamas empezaron a devorar toda la vegetación del páramo, y los conejos salían en estampida para salvarse. El único que pensó que estaba en el cielo fue Gildardo Valenzuela. La emoción que experimentó cuando los perros empezaron a perseguir un venado fue tan intensa que, solo años después, pudo describirla comparándola con un orgasmo.

Lo que Humberto Cuaical definió como “El infierno blanco” era en realidad las faldas del nevado del Cumbal. Ahí, su padre lo guió a un sitio donde removieron el granizo y unas cuantas piedras filosas hasta que saltó a la vista un enorme bloque de hielo. Luego, luchando contra el viento, cortaron con el hacha tres pedazos cuadrados de hielo, de 50 kilos cada uno, los cuales cubrieron con la paja y las hojas de frailejón que llevaban para evitar así que se derritieran. Antes del medio día ya habían retornado a su casa, el hijo llevando el machete y el hacha, el padre cargando a la espalda los tres bloques de hielo cuyo viaje terminaría al otro día en las plazas de mercado de las poblaciones de la frontera colombo ecuatoriana, donde lo convertirían en una bebida de poderes curativos llamada cumbalazo.

El día para Arturo Quillismal no terminó con la quema de los pajonales. Su padre de inmediato cabalgó hasta otro sector del páramo donde días atrás el fuego había devorado todo. Ahí le mostró cómo la paja empezaba a retoñar verde y tierna, lista para que el ganado que tenían se alimentara de la mejor manera. Así mismo, después de que los perros mataron al venado, el padre de Gildardo Valenzuela le enseñó cómo debía desollarlo para que la piel saliera entera y la pudieran vender a un buen precio.

Cuando los tres dejaron de ser unos niños y se convirtieron en jóvenes no había quien los igualara en sus trabajos. Humberto Cuaical era, entre los más de cien hieleros que subían por lo menos tres veces a la semana al nevado del Cumbal, el único con la fuerza suficiente para bajar cuatro bloques de hielo, es decir, 200 kilos. Arturo Quillismal era el mejor jinete de todos los ganaderos que habitaban el páramo, el que mejor sabía dominar el caballo al momento de arriar las reces hacia los pajonales que previamente había quemado. Y Gildardo Valenzuela era el cazador con los perros más veloces y resistentes, capaces de matar hasta dos venados en una sola salida. Sin embargo, con el pasar de los años los tres empezaron a notar que algo había cambiado en el ambiente desde aquella época en que sus padres los despertaron en la madrugada para enseñarles cómo defenderse en la vida.

El hielo ya se había acabado en aquel sitio donde Humberto Cuaical lo vio por primera vez. Ahora debía subir una hora más y cavar por lo menos dos metros de profundidad para encontrarlo. No obstante, el trabajo era más sencillo: los vientos ya no soplaban con la misma fuerza, el frío había disminuido y ya no caía granizo. En cambio, para Arturo Quillismal y Gildardo Valenzuela el trabajo era cada vez más complicado. El primero de ellos empezó a notar que muchas veces, después de las quemas, los pajonales no volvían a retoñar, sólo quedaban las cenizas muertas. El segundo se dio cuenta de que en cada cacería debía caminar muchos más kilómetros para que sus perros alcanzaran a olfatear un venado. Los tres sospechaban que quizás pronto llegaría el día en que todo se acabaría. Pero aún no era el momento de detenerse.

Humberto Cuaical organizó mingas con todos los hieleros para ubicar en la cima del nevado del Cumbal los últimos yacimientos de hielo, que estaban a más de cuatro metros de profundidad. Arturo Quillismal, así como los demás ganaderos, encontraron nuevos territorios del páramo donde la paja amarillenta retoñaba verde y tierna después del fuego. Y Gildardo Valenzuela se dedicó a guiar a los turistas que, armados con rifles, llegaban desde el interior de Colombia y Ecuador para matar a los últimos venados que habían logrado refugiarse en los lugares más recónditos del páramo. De hecho, el primero de los tres en quedarse sin trabajo fue él. Una tarde de 1980, después de caminar infructuosamente durante una semana por el páramo, guiando a un grupo de turistas y acompañado por sus mejores perros, regresó a su casa con la convicción de que no volvería a salir de cacería porque los venados ya se habían extinguido.

El segundo turno le correspondió a Arturo Quillismal. A mediados de los años ochenta abandonó su trabajo porque los suelos del páramo dejaron de producir buena yerba para el ganado. La decisión la tomó junto con los demás ganaderos de su zona, agrupados bajo una organización denominada Comuna La Esperanza, en Tufiño, parroquia de Tulcán, Ecuador. El tercer turno le correspondió a Humberto Cuaical, quien hace cuatro años extrajo los últimos bloques de hielo que quedaban en la parte más alta e inaccesible del nevado del Cumbal.

Sus vidas, que empezaron con un aprendizaje heredado de manera similar, habían transcurrido por diferentes caminos hasta que retornaron a un mismo punto: los tres debían aprender de nuevo cómo defenderse en la vida. Gildardo Valenzuela, para seguir experimentando la emoción primitiva que sentía cada vez que atrapaba un animal, decidió dedicarse a la pesca. Arturo Quillismal empezó a sembrar papas en las afueras del páramo. Y Humberto Cuaical, aprovechando su experiencia, empezó a bajar rocas de azufre del nevado del Cumbal. Sin embargo, esta vez para los tres sería muy difícil defenderse en la vida. Tendrían que pagar las consecuencias de la agonía que estaba padeciendo el páramo.

(EN LOS PRÓXIMOS DÍAS LA SEGUNDA Y LA TERCERA PARTE DE ESTA CRÓNICA)


viernes, 2 de marzo de 2012

Jhonatan Luna, el cantante

La historia de un cantante que hizo su escuela 
en las calles de Cali y se graduó en Ecuador.

Jhonatan Luna nació en Cali, el 5 de mayo de 1985. Hace 13 años reside en Ecuador. 
Jhonatan Luna es un parcero que nació hace 26 años en uno de los barrios más peligrosos de Cali, en Marroquín II etapa, donde todas las noches las pandillas se daban bala y mataban al que se les atravesara. Sin embargo, la droga y las armas que veía en cada esquina nunca le interesaron. Lo único que le importó desde que era un peladito fue aprender a cantar.

Empezó por lo más bajo: cantando en los buses urbanos para que le regalaran una moneda. Apenas tenía 12 años, pero ya le tocaba responder por su familia porque su papá no podía trabajar: un accidente lo había dejado inválido.

La buena voz que tenía lo llevó a integrar la orquesta infantil de salsa Azuquita. Jhonatan pensó que se trataba del primer paso para ser cantante profesional. Pero en realidad fue su primer gran fracaso. Resulta que mientras daba un concierto en la tarima del Parque de la Caña, frente a centenares de niños, su voz se apagó lentamente y empezó a convertirse en un llanto desconsolado. Estaba aterrorizado de ver que abajo todos bailaban alegres mientras él ni siquiera sabía cómo moverse en el escenario.

Sus parceros del barrio, que hoy están en el cementerio o encanados, le ayudaron a resolver el problema. No sólo le enseñaron a bailar la salsa al mejor estilo caleño, sino que además le mostraron la música de Héctor Lavoe, Cheo Feliciano e Ismael Rivera, legendarios maestros que dominaban a su antojo el escenario.

A los 15 años, con estos conocimientos, Jhonatan se integró a una nueva agrupación  musical, Los Niches, una orquesta conformada por ex integrantes del Grupo Niche. El trabajo, la mayor parte del tiempo, consistía en brindarles todos los servicios musicales a los cantantes que llegaban a Cali sin sus bandas a dar conciertos. Fue así como Jhonatan tuvo la oportunidad de hacerle los coros, en escenarios multitudinarios, a Maelo Ruíz, Gilberto Santarosa, Tito Nieves, Andy Montañés, Gavino Pampini y Wilfrido Vargas, entre otros. Nunca pidió autógrafos, lo único que sí le rogaba a cada uno de los famosos era que por favor le dieran un consejo para algún día llegar a donde ellos estaban.

Cuando Los Niches no prestaban servicios musicales a los cantantes famosos, se iban a dar conciertos. A mediados del 2001 fueron invitados a presentarse en Portobello, provincia El Oro. Esta visita a Ecuador cambió para siempre la vida de Jhonatan.

Su presentación, tanto por la calidad de su voz como por la manera de moverse en el escenario, dejó fascinados a todos en la pequeña parroquia. Al final del espectáculo,  un hombre se le acercó y le ofreció trabajo. Jhonatan aceptó. Esa noche, Los Niches partieron de regreso a Cali, pero su principal vocalista se quedó para entrar a formar parte de Los Tauros, la pequeña orquesta de Ayapamba, una parroquia cercana.

“Acepté por dos razones”, cuenta, “porque en Los Niches nunca sería un cantante reconocido sino simplemente el integrante de un grupo, y porque vi que en Ecuador nadie cantaba la salsa con el nivel que había en Cali”.

Fue su segundo gran fracaso. A los dos meses de estar en la orquesta le informaron que no podían seguirle pagando. Jhonatan, a pesar de la ayuda que siempre le brindaron los músicos, pasó días difíciles. Vivía en una pequeña habitación de ocho metros cuadrados donde sólo tenía su cama y un pequeño televisor, a veces fiaba en diferentes lugares la comida, otras veces se la regalaban. El poco dinero que obtenía lo ganaba en las fiestas o bares donde cantaba.

Sin embargo, cada vez que sus padres le preguntaban por teléfono que cómo estaba, les respondía que muy bien, que estaba saliendo adelante. No quería preocuparlos ni tampoco que lo presionaran para que regresara a Cali. Jhonatan estaba convencido de que Ecuador era el lugar donde cumpliría sus sueños.

La primera gran puerta que se le abrió fue la del reality ‘Cantando por un sueño’, organizado por un canal nacional. Gracias a su talento quedó como uno de los 10 finalistas entre las más de seis mil personas que se presentaron en todo el país. Luego lo declararon como ganador del concurso porque con cada una de sus presentaciones se robó los más fuertes aplausos y las mayores votaciones. Su sueño empezó a hacerse realidad.

Actualmente, Jhonatan hace parte de Chevera Producciones, una prestigiosa empresa que tiene a cantantes tan importantes como  Fausto Miño, Alberto Plaza, Jorge Villamizar y Sergio Sacoto, y que ha manejado a otros como Juan Fernando Velasco, Tranzas y La Grupa. Fue con esta empresa que Jhonatan sacó su primer cd, cuyo mayor éxito es el disco “Bésame”, banda sonora de la telenovela ‘Fuego en la sangre’.

“Aún sigo trabajando muy duro para seguir más adelante”, dice. “Lo que he alcanzado en la vida se debe a que siempre he tenido muy claro a dónde quiero llegar, pero sin olvidarme jamás de dónde vengo”.

Uno de sus mayores sueños es presentarse algún día en Cali, frente a miles de personas, y dedicarles sus canciones a sus padres y a sus parceros de la infancia.

jueves, 1 de marzo de 2012

Betuneros por vocación






Una crónica sobre un gremio que con honradez y dedicación da ejemplo. Una crónica que escribí sobre los betuneros de Tulcán, Ecuador.



Muchos empezaron a ejercer este oficio desde temprana edad, empujados por las necesidades económicas que padecían en sus hogares, donde el dinero que ganaban sus padres no alcanzaba para cubrir las necesidades básicas.

Bolívar Rosero Arévalo, quien ahora tiene 54 años y es el presidente del Sindicato de Betuneros 13 de Junio, recuerda que a sus siete años, en 1961, salió por primera vez de su casa a trabajar como betunero. Durante toda la mañana recorrió las calles del centro de Tulcán limpiando zapatos a diferentes personas, hasta que al medio día regresó alegre a su casa con el poco dinero que había ganado. “Es una historia que puede parecer lastimera, pero en realidad es una historia de superación, porque el dinero que ganaba era para comprar los cuadernos y seguir estudiando”, dijo.

En aquel tiempo, los betuneros deambulaban por la ciudad con su pequeño cajón de madera, o se ubicaban en el Parque Principal, o madrugaban a las tres de mañana a ganar un puesto en la esquina de las calles Bolívar y Boyacá. Los que más experiencia tenían en el oficio estaban organizando a todos los betuneros de la ciudad para crear una personería jurídica. Era una idea de la que muchas personas se burlaban, porque les parecía inconcebible que las personas que se dedicaban a limpiar zapatos tuvieran aspiraciones tan formales. Sin embargo, había otras personas, como el padre Carlos de la Vega y el abogado Milton González, quienes no sólo creían en la organización del gremio sino que además la respaldaban.

Las personas que lideraban el proyecto de la personería jurídica eran, entre otros, Jorge Salazar, Francisco Salazar, Sixto Fiallo, Clemente Robles y Enrique Ortega, quien prestaba constantemente su casa para realizar las reuniones donde se distribuían las tareas y planificaban cada uno de los pasos legales que debían dar. Luego las reuniones se siguieron realizando en la iglesia del Padre Carlos de la Vega y posteriormente en la casa del abogado Milton González.

Ese mismo año, 1961, los betuneros lograron su primera conquista. Después de superar muchas dificultades consiguieron la personería jurídica. Bautizaron su agrupación como el Sindicato de Betuneros 13 de Junio, una fecha en honor al día de su santo patrono, San Antonio.

Las ayudas
“Antes, la limpiada de zapatos costaba cuatro reales, luego un sucre, después 500 sucres. Con la dolarización quedó a 25 centavos de dólar, y actualmente cuesta 30 centavos”, recuerda Clemente Robles, un hombre de 64 años que trabaja en el Parque Principal y que fue uno de los fundadores del Sindicato.

Pero así como el precio de la limpiada ha subido, las condiciones laborales de los betuneros también han mejorado notoriamente gracias al apoyo de diferentes autoridades. “Julio César Robles Castillo, cuando era alcalde, puso los primeros cimientos de nuestra sede social, luego Hugo Ruiz, como prefecto, la terminó de construir. Marco Urresta, en su alcaldía, nos donó los sillones metálicos, y Wilfredo Lucero, como diputado, nos ayudó con el mausoleo, que tiene 42 bóvedas para mayores y 30 para niños y restos”, comentó Clemente Robles.

Muchas otras entidades y personas, como Mayra de Velasco, Ernesto Flores, Guido Machado y el Banco de Pichincha, han contribuido a la organización de los betuneros. Ahora ellos no deambulan por la ciudad, sino que son parte del ornamento de la misma y prestan un servicio que siempre se ha distinguido por su calidad.

Lo mejor de ellos
Pero los betuneros no sólo se han distinguido en Tulcán por su capacidad organizativa y el servicio que prestan a la comunidad. Del seno de ellos también han salido grandes hombres que a través del deporte han llenado de gloria a la provincia y al país, tal es el caso de José Memín Estrada, boxeador que obtuvo grandes triunfos que llenaron de orgullo a los ecuatorianos.

Sin embargo, hay otro aspecto igual de importante que ellos también le han entregado a la ciudad. Se trata del buen ejemplo de honestidad y dedicación que brindan cada día con su trabajo. Los betuneros nunca se avergüenzan de lo que hacen, no importa que consista en limpiar zapatos, ni que sus manos queden sucias, lo único que realmente vale para ellos es ganarse el pan diario con honestidad.

De hecho, María Sofía Salazar, de 30 años, asegura que no se opondría si alguno de sus hijos quiere seguir sus pasos como betunera. “Le diría que está bien, que este es un trabajo honorable y digno, pero le pediría que siguiera estudiando y se esforzara siempre por salir adelante”.