martes, 28 de febrero de 2012

Historias de los mayores dibujadas por los niños

Esta crónica fue publicada como la presentación del libro "Historias de los mayores dibujadas por los niños". Aquí relato todas las vivencias que se presentaron durante el desarrollo de un proyecto social ejecutado por la UNITA con el apoyo del Ministerio de Cultura de Ecuador.

Después de atravesar el páramo, el bus en que viajábamos por una carretera de segundo orden empezó a descender adentrándose por una selva cada vez más calurosa. Íbamos de nuevo hacia la parroquia de Chical, en el cantón Tulcán, al noroccidente de la provincia de Carchi, justo en la línea que marca el límite fronterizo con el departamento de Nariño, Colombia. Esta vez el propósito de nuestro viaje era avisarle a la comunidad que el proyecto que presentamos ante el Ministerio de Cultura había resultado ganador de los Fondos Concursables 2010.

El presidente de la Junta Parroquial de Chical, Emilio Orbe, quien nos había brindado información para realizar el proyecto, tenía reunida a la población en Quinyul, en el salón comunal donde acostumbran a discutir sus problemáticas. Nosotros, después de presentarnos, les explicamos que en el transcurso de las siguientes semanas estaríamos visitando a los ancianos para pedirles que nos contaran los mitos y leyendas que conocían; luego les pediríamos a los niños de las escuelas que realizaran dibujos sobre esas historias, para por último reunir todo el material en un documento pedagógico que le serviría a los docentes en el aula de clase. La gente nos escuchó con gran atención y en un silencio que no fue ni siquiera interrumpido cuando les preguntamos si tenían alguna inquietud.

Días después, cuando Luis Felipe Vásquez Narváez –nuestro compañero encargado de la recopilación de la información-, empezó a visitar las casas de los ancianos descubrió que ese silencio seguía manteniéndose. Muchos lo despachaban asegurándole que no sabían nada; otros, pese a que siempre lo habían tratado con amabilidad, ahora se negaban a atenderlo. La razón es que ya no lo veían como el visitante que iba a disfrutar del paisaje y a conversar desinteresadamente, sino como alguien ajeno que quería escuchar lo que solo le incumbía a la comunidad.

Sin embargo, la experiencia de más de 20 años de Luis Vásquez en este tipo de trabajos, una experiencia que ha fructificado en tres libros de tradición oral e innumerables documentos sin publicar, le ayudó a encontrar la solución. Prácticamente se fue a vivir a Chical, donde empezó a compartir la cotidianidad de la comunidad sin ningún afán por recopilar la información. Hasta que un día, mientras conversaba con varias personas en una de las bancas del parque principal, se enteró de que le habían puesto el apodo de “Franciscano”, en alusión a sus espesas y largas barbas; entonces supo que ya era parte de la comunidad y podía empezar su trabajo. Ahora, cuando la gente lo veía caminando por las trochas de las montañas, salía corriendo de sus casas a pedirle que por favor visitara a tal anciano que quería contarle grandes historias.

Fueron en total 21 personas, entre ancianos y adultos, quienes abrieron las puertas de sus casas y de sus recuerdos para entregarnos las historias que sus padres o abuelos les habían contado. En cada una de esas historias está presente la mezcla étnica que hace de Chical una parroquia fascinante: lo awá, lo pasto, lo afro y lo mestizo, todo amalgamado con las culturas colombianas y ecuatorianas. Además, también está presente un elemento inesperado que le da sentido a este documento: el constante tono de reclamo de los informantes por la pérdida de sus tradiciones. Ahora bien, pese a estas riquezas, hay que resaltar también un aspecto de suma importancia que estuvo ausente en las historias. Se trata de que ninguna de ellas –a excepción de algunos rasgos de La Moledora- constituye lo que realmente podría considerarse un mito; es decir, la gran mayoría se fundamenta en experiencias personales –casos- o de conocimiento común –leyendas-, pero casi ninguna habla del origen sagrado de la humanidad.

Terminado el proceso de recopilación de la información, tuvimos que afrontar un nuevo reto. ¿Cómo transformar esas historias habladas a un lenguaje escrito sin que perdieran sus riquezas? Peor aún: ¿Cómo lograr esa transformación y, además, que el resultado final fuera absolutamente comprensible para los niños? La respuesta la tenía Edison Duván Avalos Flórez, un integrante de nuestro equipo que se ha dedicado en los últimos años a escribir todas las historias que le han contado sobre la zona fronteriza.

Lo primero que él hizo fue transcribir totalmente, palabra por palabra, las grabaciones magnetofónicas que teníamos de las historias contadas por los informantes. Los textos que resultaron abundaban en repeticiones de palabras, en frases inconclusas y en extensos incisos que eran como laberintos sin salida. Esas características propias del lenguaje oral se habían convertido ahora, al plasmarlas en lenguaje escrito, en graves errores que imposibilitaban totalmente la lectura. Edison Avalos, entonces, empezó un proceso de continuo pulimento, donde se esforzó por mantener el equilibrio entre dos aspectos fundamentales: depurar las historias para que así fueran accesible a los niños, pero al mismo tiempo conservar las estructuras discursivas de cada uno de los informantes.

Luego, con las historias ya listas, nos sentamos a incluirles el componente pedagógico para que los docentes las utilicen al interior del aula. Esto consistió en agregarle a cada una un taller que de acuerdo a la Nueva Reforma Curricular gira alrededor de tres ejes: lo lógico, lo crítico y lo creativo. En lo lógico, el estudiante trabaja la comprensión de lectura a partir del análisis textual. En lo crítico tiene la posibilidad de reflexionar para establecer las relaciones del texto con su contexto. Y en lo creativo estimula sus habilidades y destrezas para la aplicación del conocimiento.

Llegó, entonces, el momento de empacar nuevamente las maletas y salir de Tulcán rumbo a Chical. En el salón auditorio de la escuela, gracias a la colaboración del licenciado Arturo Enríquez, coordinador educativo en la zona, reunimos a más de 50 niños provenientes de todas las comunidades de los alrededores. Ahí, con la ayuda de los docentes, les leímos las historias y luego les pedimos que las representaran en uno o varios dibujos. Ellos sonreían y lanzaban exclamaciones de alegría mientras pintaban porque sabían que esas historias las habían contado sus abuelos o vecinos. Por último, les presentamos varios formatos y les pedimos que escogieran el tipo de letra, los colores, los contornos y demás detalles del diseño que lleva este documento.

Extasiados por ese derroche de alegría de los niños, regresamos a Tulcán únicamente a entregarle al diseñador todo el material que durante los últimos meses habíamos conseguido: las historias, los talleres pedagógicos, los dibujos, las indicaciones sobre el diseño y las fotos que a lo largo del trabajo habíamos tomado. Ahora solo faltaba regresar a Chical para devolverle a la comunidad, sistematizado y organizado en un documento, toda la información que nos había entregado por medio de sus ancianos y niños. Sin embargo, era necesario asegurarnos de que el fruto final de nuestros esfuerzos iba a ser aprovechado de la mejor manera por los docentes. Para ello, organizamos una capacitación que fue dictada por el doctor Luis Alfonso López, el coordinador del proyecto, un filósofo que desde la pedagogía se ha empeñado en transformar la mentalidad de nuestra sociedad.

El doctor Luis López, entre otras cosas, les explicó a los docentes de la zona que la importancia de este trabajo radica en que le garantiza a la comunidad la perdurabilidad de historias que muy probablemente estaban destinadas a desaparecer con la muerte de los informantes. Ahora, ellos no se llevarán a la tumba ese cúmulo de saberes y valores que encierran sus palabras, ni se perderá el valor histórico de sus relatos ni la profunda construcción social que ejercen sus enseñanzas. No, nada de eso se perderá como lamentablemente ha sucedido con generaciones pasadas, porque todo está aquí plasmado para el uso y conocimiento de las nuevas y futuras generaciones.

No obstante, en lo que más les insistió el doctor Luis López a los docentes fue en que la verdadera esencia, lo que debe provocar de trasfondo este documento, es que los docentes lo conviertan en una herramienta para que las nuevas generaciones valoren su entorno. Si eso sucede, es decir, si los docentes a través de este documento logran que los niños y jóvenes empiecen a amar las historias de sus abuelos, el paisaje que les rodea, el pueblo en que viven y la familia que tienen, entonces a nivel social se habrá dado un paso importantísimo para vencer la baja autoestima. Esto significaría que la comunidad ya no sería presa de ningún tipo de manipulación y empezaría a construir ella misma su futuro desde el seno de su historia para mostrarse altiva al mundo. Esto significaría, en otras palabras, que se han empezado a vencer las taras de la ignorancia.

Después de las capacitaciones que el doctor Luis López le dio a los docentes, procedimos a entregar algunas copias de este documento a la Junta Parroquial de Chical, a las escuelas de las comunidades y a las bibliotecas de la zona. Hoy, finalizadas todas nuestras responsabilidades y con la sensación del deber cumplido, solo esperamos que la próxima vez que volvamos a visitar Chical podamos observar en una banca del parque principal a un anciano hojeando el documento y rodeado de niños: ellos sonriendo felices al ver los dibujos que han realizado y él orgulloso por la historia que contó.

miércoles, 22 de febrero de 2012

LAS LEYES DE LA SELVA


¿Cómo los indígenas awás, que vivían tranquilamente en las profundidades de la selva, quedaron en medio de una guerra que por poco los extermina? Esta es la historia de una de las más graves devastaciones sociales y culturales que haya vivido una etnia en Colombia.

La ley de Astarón

Hasta la década de los setenta, los indígenas awás consideraban que la selva era el mejor lugar del mundo para vivir.

Todas las noches, los niños y sus padres se acostaban en sus hamacas, alrededor del fogón, a escuchar a los mayores en la lengua nativa, el awapit. A veces los viejos recreaban cómo eran los tiempos de antes, cuando los awás usaban nariguera, mascaban hojas de coca con ceniza de cáscara de plátano y vivían en las profundidades más remotas de la selva, sin tener ningún contacto con gente de afuera. Otras veces relataban alguna historia en la que Astarón castigaba a los awás que atentaban contra la naturaleza o contra la convivencia social.

En estas condiciones vivían los awás cuando la selva
les proporcionaba todos sus alimentos.

Luis Bisbicus, de 67 años, recuerda varias de aquellas historias. Los mayores, en una ocasión, le contaron cómo Astarón descerebró con una enorme piedra a un awá que se había dedicado a pescar con barbasco, una raíz venenosa que, después de ser majada, era sumergida en los ríos para asfixiar a todos los peces, incluso a los más pequeños que aún no eran comestibles. En otra ocasión, le contaron cómo Astarón, con las cadenas que forraban su cuerpo, le quebró el espinazo a un awá que se había emborrachado con chichita y le había pegado a su mujer.

Después de escuchar a los mayores, todos sentían miedo. Imaginaban que en cualquier momento ese gigante de patas volteadas al revés, de brazotes inmensos y de cara forrada de musgo, llegaba a su rancho y tumbaba las paredes de chonta y arrancaba los techos de bijawa y luego los mataba a todos a golpes o a garrotazos con sus cadenas. Pero se tranquilizaban al saber que no había ninguna razón por la cual Astarón los quisiera castigar, porque ellos respetaban la naturaleza y convivían en paz con los demás. Entonces, al calor de los últimos leños que ardían en el fogón y arrullados por el cantar de las ranas floriadas, se quedaban dormidos en sus hamacas.

Al día siguiente, los hombres, incluyendo a los niños, madrugaban a ponerse sus botas pantaneras y a alistar sus machetes y sus palas; por su parte, las mujeres, incluyendo a las niñas, encendían el fogón y montaban las ollas para preparar el chiro que todos se sentaban a desayunar. Ellos, luego, se iban a sus cultivos de plátano, yuca y maíz a limpiar el monte y a recoger los productos de las cosechas; mientras tanto, ellas se quedaban en el rancho alimentando con hierbas de las laderas cercanas a los cuyes y a las gallinas que criaban.

Sin embargo, había días en que los hombres no iban a trabajar a sus cultivos, sino que salían de cacería y de pesca: los papás con su lanza de chonta al hombro y los hijos cada uno con su shigra de corteza de yarumo colgada de la cabeza. El primer lugar que visitaban era las trampas de bambú, donde encontraban atrapados dos o tres puyosos que echaban en alguna de las shigras. Luego seguían caminando para más adentro de la selva, sin hacer ruido al pisar las hojas secas ni al rozar las ramas de los árboles, porque podían espantar a los animales o, peor aún, convocar la ira de Astarón. Hasta que el papá disparaba su lanza de chonta, y entonces ahí sí todos corrían alegres a terminar de matar el animal, un armadillo, una guanta, un guatuso, un mono, lo que fuera, para también echarlo en una de las shigras.

Al atardecer, iban al río a pescar. Unas veces los papás empleaban hilos de nilón y anzuelos, otras veces lanzaban una red hecha de fibras de yarumo, pero siempre lograban pescar unas enormes sabaletas y guañas con las que terminaban de llenar las shigras. Antes de que anocheciera y se enojara Astarón, regresaban a su rancho. Al llegar, les entregaban los animales y los pescados a las mujeres para que los pelaran, los salaran y los pusieran a secar con el humo del fogón, de modo que duraran largo tiempo sin descomponerse. Después, todos se sentaban en sus hamacas, alrededor del fogón, a comerse algunos de esos animales y pescados, mientras los mayores, en la lengua nativa, nuevamente recreaban la vida de los tiempos de antes o contaban alguna de las historias de Astarón.

En los poblados donde no hay energía eléctrica, utilizan
lámparas de diesel o alcohol para iluminarse.
Claro está que existía un grupo de awás cuya vida en la selva transcurría de un modo diferente, sin cultivar nada y sin salir de cacería ni de pesca. Ellos se dedicaban más bien a pasar por cada rancho recogiendo los productos que sobraban de las cosechas, además de las gallinas y los cuyes que criaban las mujeres, para luego llevarlos en sus shigras a los pueblos de afuera, donde los cambiaban por otros alimentos y por implementos necesarios para la subsistencia en la selva. Aquellos viajes podían durar hasta tres semanas, porque en muchos sectores aún no había trochas y debían abrirse paso a través de la espesa vegetación. Por eso, ellos eran conocidos como los caminantes.

Juan Malpu, de 62 años, nunca olvidará el primer viaje que realizó como caminante, cuando tenía 12 años. Aquella vez su papá le enseñó a sacar los chontacuros de los troncos podridos y a subirse a los árboles para bajar la pepaepan, el caimito y la guayaba. En las noches aprendió a encender una fogata al lado de un higuerón y a dormir sobre un lecho de hojas secas escuchando las historias que los mayores contaban sobre Astarón. Siete días después de estar caminando por la selva, salieron a una carretera que los condujo a uno de los pueblos de afuera, en este caso Altaquer. Ahí Juan Malpu sufrió un gran susto al ver unas fieras enormes que rugían incesantemente mientras los hombres trataban de domarlas. Su papá lo sacó de la confusión explicándole que se trataba de máquinas llamadas carros y motocicletas, las cuales servían para transportarse de un lugar a otro. También le explicó que la gente de afuera no es que viviera amontonada sino que prefería levantar sus casas pegadas la una de la otra y no dispersas en pequeños poblados como lo hacían ellos. Y que esas cajas de donde salían sonidos no tenían en su interior personas en miniatura sino que se llamaban radios y funcionaban de un modo que nadie entendía. Después de cambiar los alimentos y los animales que llevaban, Juan Malpu y los demás caminantes regresaron a la selva, ahora cargando en sus shigras botas, ropa, ollas, palas, machetes, nilón y anzuelos, y uno de los alimentos más preciados, la sal para que las mujeres aliñaran y conservaran la carne.

Años después de aquel primer viaje, cuando ya tenía 29 años y estaba iniciando a su hijo mayor en el oficio de los caminantes, Juan Malpu vivió otra anécdota inolvidable. Todo sucedió un atardecer en que mandó a su hijo a que recogiera leños para encender la fogata bajo el higuerón donde el grupo de caminantes había decidido acampar. Su hijo, poco a poco empezó a alejarse y llegó a un descampado donde escuchó un ruido extraño, como si alguien reventara las bambas de una palma de chapil. Entonces se asomó por entre los arbustos para averiguar qué sucedía, y de repente se encontró frente a frente con un ser gigantesco que tenía la cara forrada de musgo negro y el cuerpo repleto de cadenas. Lo único que pensó fue que se trataba de Astarón, y salió corriendo para evitar que lo matara. Sin embargo, su papá, Juan Malpu, lo alcanzó a detener y, después de soplarle guayusa en el rostro para quitarle el espanto, le explicó que ese no era Astarón, sino que era gente llegadera, de afuera, que había venido a vivir a la selva, y que no tenían la cara forrada de musgo negro sino de pelos que se llamaban barbas, y que no tenían el cuerpo forrado de cadenas sino de balas para las armas que usaban, y que no eran awás como ellos sino que pertenecían a otra raza donde todos se hacían llamar guerrilleros.


La ley de la guerrilla

Los awás tuvieron que acostumbrarse a
obedecer a los grupos guerrilleros.
De este modo transcurrió la vida en la selva hasta la década de los setenta. Al entrar a la década de los ochenta, las cosas empezaron a cambiar. La guerrilla aumentó considerablemente el número de integrantes y ocupó cada vez más territorios. De acuerdo a un diagnóstico realizado por el Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y DIH, las Farc consolidaron los frentes 8, 29 y 63, de las columnas Daniel Aldana, Jacinto Matallana y Mariscal Antonio José de Sucre; mientras que el Eln lo hizo con las columnas Mártires de Barbacoas, Héroes del Sindagua y la Compañía Camilo Cienfuegos. El defensor del pueblo de Nariño, Álvaro Raúl Vallejo, explica que esta consolidación de los grupos guerrilleros se debió a dos razones. La primera es que las dificultades de acceso al territorio de los awás, con caminos agrestes y zonas intransitables por la vegetación, se convirtieron en una barrera que le imposibilitó al Ejército entrar a confrontar a los grupos subversivos. La segunda razón es que los guerrilleros encontraron en la selva muchos poblados totalmente abandonados por el Estado, sin acueducto, alcantarillado, centros de salud, vías ni escuelas, un caldo de cultivo propicio para sembrar las ideas revolucionarias.

No obstante, la indígena Luz Angélica Chirán, de 69 años, tiene una opinión distinta. Para ella los grupos guerrilleros se consolidaron porque Astarón desapareció para siempre de la selva. Ya nunca se le volvió a escuchar arrastrando las pesadas cadenas que forraban su cuerpo, ni lanzando a los precipicios las inmensas rocas que arrancaba de las peñas. Los guerrilleros, sin ningún ser superior que los pudiera castigar, caminaban de noche por la selva, pescaban con dinamita y les disparaban a los árboles mayores para afinar su puntería. De hecho, se convirtieron en la nueva ley de la selva. La ex dirigente María de Jesús Marín lo explica con una sentencia contundente: “Era como si tuviéramos un nuevo dios chiquito”.

Orlando Guanga, de 58 años, recuerda una anécdota que ilustra esta nueva forma de vida. Todo sucedió un día en que salió de cacería con sus hijos, pero al llegar al lugar donde tenía instaladas sus trampas de bambú no encontró ni un solo puyoso atrapado. Revisó los alrededores en busca de una explicación y, en efecto, confirmó lo que sospechaba: alguien había llegado antes que él y había desocupado sus trampas. Se fue, entonces, a buscar a la guerrilla para ponerle la queja. Al otro día los guerrilleros aparecieron por su rancho para informarle que ya habían encontrado a los responsables del robo. Eran unos jóvenes awás que por pereza de salir a cazar decidieron vaciar las trampas de él para comerse sus puyosos a la orilla del río Telembí. Ahora, como castigo, los tenían abriendo trocha en uno de los lugares de más difícil acceso. 

Muchos indígenas que crecieron bajo la
ley de la guerrilla formaron en su
conciencia la idea de los grupos
subversivos son una autoridad
legítima.
A Juan Cantincuz, de 62 años, le sucedió algo parecido. Cierto día, mientras terminaba de almorzar en su rancho para regresar nuevamente a trabajar en los cultivos, su mujer inexplicablemente cayó desmayada. Él la llamó en voz alta para que regresara pero ella seguía en el otro mundo. Entonces, construyó rápidamente una chacana de chonta, acostó ahí a su mujer y, ayudado por sus hijos mayores, la llevó cargada hasta donde el curandero, que vivía por los lados del Chorro Alto, a cuatro horas de camino. Ahí el curandero le hizo un altarcito donde le rezó durante la noche para sacarle el shutún, un mal espíritu de la selva que se le había metido al tomar agua de una corriente sin pedirle permiso al río. La mujer, al amanecer, recuperó las fuerzas y regresó caminando por su propia cuenta a su rancho, junto a sus hijos mayores y a su marido. Sin embargo, días después volvió a desmayarse. Esta vez Juan Cantincuz les dijo a sus hijos mayores que fueran a llamar a los guerrilleros para ver si con la ciencia de ellos era posible curarla de manera definitiva. Los guerrilleros acudieron de inmediato y, después de revisar los síntomas de su mujer, le explicaron que ella estaba padeciendo de parasitosis por tomar agua contaminada con excremento de algún pájaro. Pero que se curaría muy pronto si se tomaba las pastillas que le dejaban y si seguía las recomendaciones que le daban. Y así fue: la mujer de Juan Cantincuz no volvió a desmayarse nunca más.

A pesar de eso, la nueva ley impuesta por los guerrilleros era muy diferente a la de Astarón. A él lo único que le interesó cuando reinó fue que los awás vivieran en armonía con la naturaleza y consigo mismos, mientras que a ellos lo que más les interesaba era imponerle a los awás sus ideas revolucionarias. De hecho, según cuentan algunos indígenas, los guerrilleros organizaban eventualmente reuniones en cada poblado para hablar de cosas extrañas como los poderes oligárquicos, la lucha armada, el marxismo y el comunismo. María Casaluzán, de 40 años, recuerda que su padre, uno de los caminantes, siempre se negaba a asistir a esas reuniones, porque cuando estaba en su rancho prefería quedarse acostado en su hamaca descansando de los largos viajes que a menudo realizaba a los pueblos de afuera. Hasta que un día los guerrilleros le advirtieron que si no asistía a la próxima reunión debía atenerse a las consecuencias. Él les contestó que nadie podía obligarlo a hacer lo que no deseaba. Uno de los guerrilleros sacó su fusil y con la culata le pegó un golpe en la cabeza que lo dejó inconsciente. “Después de eso”, cuenta María Casaluzán, “mi papá no volvió a ser el mismo, ni siquiera se acordaba de quiénes éramos nosotros”.

De modo que al finalizar la década de los ochenta, los guerrilleros eran quienes impartían justicia cuando se presentaba un conflicto entre indígenas; eran quienes ayudaban a las familias a resolver las necesidades que tuvieran; eran quienes organizaban a las comunidades para que entre todos abrieran nuevas trochas; eran quienes determinaban las posiciones políticas e ideológicas que debían seguirse; en definitiva, eran quienes decidían qué estaba prohibido y qué estaba permitido. Los indígenas no tenían manera de oponerse a esta máxima autoridad porque, tal como le sucedió al papá de María Casaluzán, podían encontrarse con la culata de un fusil o, peor aún, con el cañón.

Al iniciar la década de los noventa apareció un nuevo problema. Sin embargo, la situación en el territorio indígena, contrario a lo que era de esperarse, no empeoró, sino que paradójicamente pareció empezar a solucionarse.



La ley de la Unipa y Camawari

Los indígenas realizaron largos viajes por la selva para
organizarse y empezar a buscar la forma de oponerse a la
ley de la guerrilla para así crear sus propias condiciones
de vida.
Aquel día los caminantes no solo regresaron a su poblado cargados de alimentos e implementos, sino también de noticias preocupantes. En un amplio sector de la selva, a tres días de camino, los inmensos árboles de higuerón, yarumo y guandera habían sido derribados y la tierra había sido escarbada para arrancarle toda la vegetación y aplanarla. Ahora, donde antes solo había monte espeso y enmarañado se encontraba un gran cultivo perfectamente cuadriculado de una nueva especie de palma que nunca nadie había visto. Los guerrilleros de inmediato fueron a averiguar de qué se trataba para tomar una decisión.

Una semana después, en las reuniones que acostumbraban a realizar, les informaron a los indígenas que aquellos cultivos pertenecían a empresas que se dedicaban a extraer aceite de palmas traídas desde África. No había nada de qué preocuparse. Esas empresas palmeras, por ser representantes de las clases oligárquicas, ya habían sido obligadas a pagar un impuesto de guerra mensual para poder seguir funcionando. La vida en la selva debía continuar como siempre.

Pero no sucedió así. Orlando Guanga fue uno de los primeros en notar que algo estaba cambiando. Cada vez que salía de cacería con sus hijos, encontraba sus trampas de bambú con un número menor de puyosos. Ahora, a diferencia de lo que le sucedió años atrás, no había en los alrededores ninguna huella o indicio de que alguien le estuviera robando sus puyosos. Decidió, entonces, dedicarse a cazar guantas con su lanza de chonta, pero así se metiera a los lugares más recónditos de la selva le resultaba imposible encontrar el animal. Lo único que podía llevar a su rancho cuando salía de cacería eran unas pequeñas sabaletas y guañas que pescaba en el río.

A los demás awás les sucedía lo mismo: ninguno lograba cazar ni pescar lo suficiente. Por eso, en una de las reuniones, todos les pusieron la queja a los guerrilleros y les pidieron que por favor solucionaran este grave problema: tan solo debían exigirle a las empresas palmeras que salieran de inmediato de la selva porque la enorme devastación que a diario provocaban estaba espantando a los animales y a los peces. Sin embargo, los guerrilleros se negaron a hacerlo. Dijeron que necesitaban a esas empresas porque el impuesto de guerra que ellas pagaban servía para financiar la revolución con que iban a cambiar el país. 

Los niños awás que vivieron durante la ley de la
Unipa y Camawari fueron prácticamente
la última generación que alcanzó a conocer lo
que significaba vivir de la cacería y la pesca. 
La situación siguió empeorando con el pasar del tiempo. Las empresas palmeras crecieron tanto que ya no era necesario caminar tres días para encontrar los límites de sus cultivos sino que en apenas un día se podía llegar. Más de ochenta familias awás del poblado La Brava tuvieron que desocupar sus ranchos e irse a vivir más adentro de la selva, porque sus territorios fueron totalmente invadidos por los cultivos de palma africana. Los indígenas, cada vez que se encontraban en las trochas, conversaban sobre la indignación que les causaba esta problemática y sobre el malestar que sentían con la actitud cómplice de la guerrilla. Pero nadie se expresaba públicamente por temor a las represalias.

A pesar de eso, un día varios indígenas se atrevieron a proponerles a otros que empezaran a organizarse para que entre todos encontraran una solución. La idea poco a poco fue tomando fuerza, hasta que en junio de 1990 centenares de awás de todos los poblados de la selva desarrollaron en Alto Albí lo que denominaron la primera gran asamblea general. Ahí, después de varios días de compartir opiniones y de discutir posibles estrategias, crearon la Unidad Indígena del Pueblo Awá, la Unipa, una organización que se encargaría de enfrentar a las empresas palmeras en representación de todos los awás.

Gerardo Taicuz, que en aquel entonces tenía 44 años, recuerda que él y su familia salieron felices de aquella asamblea, porque sentían que esta nueva unión social les daba la fortaleza para enfrentar cualquier problema que se presentara. No obstante, al llegar a su poblado, después de dos días de camino, su felicidad se transformó en desconcierto. La guerrilla había quemado su rancho y los de sus vecinos para castigarlos por haber desobedecido sus leyes.

Varios indígenas, recuerda Gerardo, se pusieron de acuerdo para ir a reclamarle a los guerrilleros. Pero él los detuvo y les dijo que debían actuar conforme a lo decidido en la asamblea, es decir, unidos como un pueblo y no aislados como un puñado de individuos. Entonces mandó a sus hijos mayores a que regresaran de inmediato a Alto Albí para que les avisaran a los líderes de la Unipa lo sucedido. Entre tanto, todos harían una minga para recolectar chonta y bijawa y reconstruir así sus ranchos.

Los cultivos de palma africana afectaron
la relación cultural que establecen
los awás con la tierra.
Tres días después, cuando ya estaban curando con humo la bijawa para cubrir los techos, los guerrilleros llegaron y les dijeron que ellos eran unos indios muy brutos porque no entendieron el mensaje que les dejaron al quemar sus ranchos, el mensaje de que debían largarse a vivir a otro lugar. Gerardo les contestó que quienes debían largarse eran ellos porque la selva les pertenecía a los awás. Entonces uno de los guerrilleros le apuntó con su fusil y le ordenó que obedeciera de inmediato o de lo contrario lo mataría. Gerardo se quedó firme en el lugar que estaba, en una actitud desafiante. De repente, el guerrillero bajó su fusil y empezó a retroceder, con el miedo reflejado en su pálido rostro. “Yo pensé que mi coraje lo había atemorizado”, cuenta Gerardo riéndose. Pero lo que en realidad sucedía era que el guerrillero estaba viendo cómo de las montañas de los alrededores empezaba a bajar un río de indígenas. Los hijos mayores de Gerardo, después de correr día y noche por las trochas sin descansar, regresaban ahora con los líderes de la Unipa y con centenares de indígenas que en el trayecto se les habían unido.

Los guerrilleros, cuando todos los indígenas llegaron, se disculparon por la quema de los ranchos, dijeron que fue un error cometido por algunos de sus hombres, quienes serían castigados duramente. Por su puesto, los indígenas no les creyeron. Pero los obligaron a que se comprometieran a que no volverían a aparecer por el lugar, porque de lo contrario ya no serían centenares sino miles de indígenas los que vendrían a buscarlos para sacarlos de la selva.

Este tipo de acciones fortalecieron a la Unipa, pero la inmensidad de la selva le restaba efectividad. Había poblados tan apartados que cuando los líderes lograban llegar a ellos, después de semanas de viaje, ya los problemas habían dejado de existir. De modo que decidieron organizar otra gran asamblea general con todos los indígenas de todos los poblados de la selva para buscar una solución. Así, en febrero de 1992, en Pialapí, nació el Cabildo Mayor Awá de Ricaurte, Camawari. Las dos organizaciones trabajarían de modo conjunto, aunque cada una ejercería un liderazgo directo en determinada zona. La Unipa, entonces, quedó con jurisdicción sobre 220 mil hectáreas de selva donde residían veinte mil indígenas, mientras que Camawari quedó con jurisdicción sobre 120 mil hectáreas de selva donde residían once mil indígenas.

Ambas organizaciones, con el apoyo de varias ONG, entidades de defensa de los derechos humanos, líderes indígenas de otras regiones del país y fundaciones sociales, no solo lograron que la guerrilla dejara de imponer sus leyes en la selva, sino que además consiguieron que las condiciones de vida de los indígenas cambiaran. Muchas trochas fueron convertidas en carreteras; se levantaron escuelas para que los niños aprendieran a leer y escribir; y en varios poblados se construyeron centros de salud, se tendieron redes eléctricas y se instalaron los servicios de acueducto y alcantarillado. Lo único que no lograron la Unipa y Camawari fue cumplir con el propósito para el cual habían sido creadas: sacar de la selva a las empresas palmeras.

Ninguna de las dos estrategias que aplicaron dio resultados. La primera consistió en interponer demandas legales por invasión de tierras, pero siempre perdieron los juicios porque las empresas palmeras contaban con el apoyo incondicional de los gobiernos de turno y con poderosos abogados que recurrían a todo tipo de artimañas. La segunda estrategia, proveniente de las experiencias de los indígenas paeces en el Cauca, fue establecer campamentos masivos en los cultivos de palma africana, pero la Policía siempre lograba sacarlos a punta de gases lacrimógenos y de garrotazos. Sin embargo, la Unipa y Camawari consiguieron que las empresas palmeras no continuaran expandiéndose por la selva sino que se quedaran quietas en el territorio que ya habían invadido.

Así finalizó la década de los noventa: con dos organizaciones indígenas que, aunque no pudieron derrotar a las empresas palmeras, sí lograron arrebatarle el liderazgo a la guerrilla para imponer sus propias leyes y transformar las condiciones de vida en algunos poblados de la selva.



La ley del narcotráfico

La nueva ley que se impuso en la selva resultó
devastadora, por poco extermina a los
indígenas awás.
Las opiniones respecto a las carreteras son divididas. Para algunos indígenas fueron lo mejor que les sucedió porque permitieron abrir las puertas de su territorio para que ingresaran muchas comodidades que nunca habían conocido. Para otros, fueron lo peor porque precisamente al abrir las puertas de su territorio se escaparon muchas de sus riquezas culturales. 

Lo cierto es que las carreteras cambiaron la forma de vida de los awás. Los caminantes, por ejemplo, desaparecieron porque ya nadie mandaba a cambiar a los pueblos de afuera los productos que sobraban de sus cosechas ni los animales que criaba, sino que ahora le vendían todo a los conductores de los camiones que regularmente ingresaban a sus poblados. En las noches tampoco volvieron a escuchar las historias de los mayores alrededor del fogón, porque ahora preferían mantener encendida la radio marca Sanyo que comerciantes llegaderos habían venido a venderles. Ni volvieron a utilizar en sus techos la bijawa curada a punta de humo, porque ahora resultaba más fácil instalar las tejas de Eternit que les traían de los pueblos de afuera. Y hasta los niños dejaron de subirse a los árboles a bajar algún fruto, porque preferían comer los caramelos y algodones de azúcar que de vez en cuando alguien llegaba a venderles.

Además, muchos indígenas aseguran que las carreteras fueron las principales responsables de que miles de personas armadas y repletas de dinero llegaran hasta sus poblados para imponer una nueva ley, la ley del narcotráfico. Los analistas, en cambio, explican que las carreteras no tuvieron nada que ver. Ellos coinciden en que todo se debió al Plan Colombia, que lanzó una fuerte ofensiva en los departamentos de Caquetá y Putumayo, presionando a los narcotraficantes a buscar nuevos territorios, en este caso el departamento de Nariño. “La coca”, explica un reportaje publicado el 13 de octubre de 2002 en el diario El Tiempo, “parodiando el célebre principio de conservación de la materia, no se crea ni se destruye; se desplaza”.

Lo primero que hicieron los narcotraficantes fue pedirles a los paramilitares del Bloque Libertadores del Sur que se encargaran de prepararles el camino. Los paramilitares, bajo la consigna de acabar con los guerrilleros, se ganaron la confianza de algunas empresas palmeras que no solo los guiaron sino que también los cofinanciaron. Su primera incursión en el territorio de los awás fue en noviembre del año 2000 y estuvo compuesta por 60 hombres armados con fusiles Ak 47, todos bajo el mando de Guillermo Pérez Alzate, alias Pablo Sevillano. Ellos, en varias camionetas de vidrios oscuros, se movilizaron por las carreteras deteniéndose en cada poblado para exigirles a los hombres que se desnudaran, y ver quiénes supuestamente tenían en la espalda marcas de haber cargado un fusil. “Uno de los pobladores se resistió y fue golpeado hasta morir delante de todos sus vecinos”, cuenta el texto ‘Las masacres y los nexos del ejército de Pablo Sevillano’, publicado en VerdadAbierta.com. Ese día, diez hombres más fueron ejecutados.

Los primeros desplazamientos indígenas a
raíz de la ley del narcotráfico fueron
provocados por las incursiones paramilitares.
Los paramilitares repitieron este tipo de acciones en distintos poblados. Los guerrilleros se replegaron lejos de las carreteras, sin poderse movilizar libremente como lo hacían antes y sin poder recibir el impuesto de guerra porque ya las empresas palmeras se negaban a pagarles. Algunas familias indígenas se vieron obligadas a abandonar sus ranchos y se fueron a vivir a los pueblos de afuera. La mayoría, pese a todo, decidió quedarse. El miedo que ahora ellos sentían no se parecía en nada al experimentado en aquellos tiempos de antes, ese miedo de saber que Astarón los podría castigar si atentaban contra la naturaleza o contra los demás awás. No, este miedo de ahora realmente era el de saber que fácilmente los podían matar sin ni siquiera haber hecho algo en contra de la nueva ley.

Julio Nastacuaz, de 30 años, recuerda que su padre le prohibió a él y a sus hermanos que volvieran a acompañarlo a trabajar en los cultivos. “Nos tocaba quedarnos en el rancho cuidando a mi mamá y a mis hermanas, acostados en las hamacas sin hacer nada mientras escuchábamos radio”. Sin embargo, cada vez que veían una camioneta de vidrios oscuros acercándose por la carretera, corrían a ocultarse en la selva. Ahí esperaban durante varias horas hasta que decidían regresar. Por suerte, nunca sucedió nada grave, tan solo que siempre encontraban las paredes de su rancho pintadas con letreros de aerosol, los cuales indicaban que ahora el territorio le pertenecía a los paramilitares de Pablo Sevillano. 

Los líderes de la Unipa y Camawari no podían realizar mayor cosa frente a esta problemática. Aquellos que se encontraban en los pueblos de afuera se dedicaban a enviar comunicados a la opinión pública denunciando lo que estaba sucediendo, pero no se atrevían a ingresar a los territorios porque en caso de que se encontraran en una carretera con los paramilitares morirían torturados bajo la acusación de ser aliados de la guerrilla. De igual modo, los líderes que vivían en los territorios selváticos preferían mantenerse en silencio, porque sabían que cualquier amago de querer organizar a los indígenas les significaría la muerte. Incluso, bajo la nueva ley, el solo hecho de manifestar que se pertenecía a la Unipa o Camawari era motivo suficiente para ser asesinado.

Cuando ya los paramilitares terminaron de preparar el camino, los narcotraficantes entonces enviaron a la selva a sus trabajadores. Se trataba de centenares de personas que llegaron en camiones provenientes de Putumayo, Antioquia y Valle del Cauca, principalmente. Ellos, bajo la custodia de los paramilitares, se encargaron de sembrar la coca, instalar los laboratorios para su procesamiento y buscar modos de transportarla a las costas del Océano Pacífico, especialmente al puerto de Tumaco. En pocos meses, estas personas no solo devastaron extensos territorios con sus cultivos, sino que además crearon en muchos poblados nuevas formas de vida. En Inda Sabaleta, por ejemplo, levantaron dos discotecas con piscinas donde bebían Buchanan’s mientras fornicaban con prostitutas. En Llorente, uno de los pueblos de afuera, organizaban cada fin de semana bacanales orgiásticas donde siempre resultaban asesinadas más de quince personas.


Esta mujer indígena y su hijo esperan en la parte
trasera de un restaurante en Tumaco a que les
regalen algo de comer.
En tan solo dos años, en el 2002, había sembradas más de 20 mil hectáreas de coca en el territorio de los awás, según un documento elaborado por el periodista e investigador Fabio Castillo. El presidente Álvaro Uribe, que recién empezaba a gobernar, decidió enviar a más de tres mil hombres del Ejército y la Policía para que acabaran con la ley del narcotráfico. Ellos, en los pueblos de afuera, instalaron bases y retenes donde detenían a los indígenas para solicitarles documentos, realizarles requisas y someterlos a interrogatorios, especialmente a los líderes de la Unipa y Camawari, a quienes acusaban de ser guerrilleros. Los únicos que podían circular libremente sin ningún problema eran los paramilitares. La razón es que el Ejército y la Policía se aliaron con ellos para juntos combatir a la guerrilla. “A raíz de la ley 975”, explica el defensor del pueblo de Nariño, “hemos conocido esos lamentables vínculos que se dieron entre la fuerza pública y el paramilitarismo, vínculos en los que se cometieron muchas actividades ilícitas”.

Sin embargo, hasta ahora solo dos de esas muchas actividades ilícitas han sido investigadas por la justicia. La primera fue la cometida en 2002 por un sargento y dos cabos de inteligencia, quienes llevaron a los paramilitares al Batallón Boyacá de Pasto para entregarles ahí a dos supuestos guerrilleros del Eln que, días después, aparecieron asesinados con señales de tortura por la carretera que une a Pasto con Tambo. La segunda actividad ilícita que la justicia ha investigado fue la cometida en 2003 por un capitán y un mayor del Grupo Cabal de Ipiales, quienes custodiaron a los paramilitares mientras realizaban una de aquellas visitas a los poblados para matar a quienes supuestamente tenían marcas de haber cargado un fusil.

El Ejército y la Policía, después de instalarse en los pueblos de afuera y de haber fortalecido su relación con los paramilitares, procedieron a ingresar a la selva para buscar a los guerrilleros. Amilkar Ayudín, de 38 años, recuerda que todo empezó una noche en que él y su familia ya estaban dormidos en sus hamacas, cuando de repente escucharon un bombazo que hizo temblar las paredes de chonta del rancho. De inmediato él y su mujer se levantaron asustados sin saber qué hacer, si quedarse en el rancho con sus pequeños hijos que lloraban a gritos o si salir corriendo con ellos hacia la selva para ocultarse. Pero más y más bombazos, acompañados de ráfagas de fusil que sonaban por todas partes, los convencieron de que lo mejor era quedarse. A ratos, cuando los niños lograban conciliar el sueño, Amilkar se asomaba por la ventana de su rancho y observaba un espectáculo impresionante: las balas atravesaban el cielo nocturno como una lluvia incesante de fugaces cocuyos.

Al otro día, muchos de los vecinos de Amilkar empacaron sus cosas y se fueron a vivir a uno de los pueblos de afuera. Él decidió quedarse en el poblado con su familia. En la tarde, los soldados llegaron a su rancho con los cadáveres de siete guerrilleros envueltos en bolsas negras. Le contaron que llevaban más de un mes caminando por la selva en busca de esos guerrilleros, y que ya estaban hartos de las raciones enlatadas que tenían para alimentarse. Por eso, en nombre del sacrificio que realizaban por la patria, iban a llevarse las gallinas y los cuyes que su mujer criaba. Amilkar les entregó, además, dos quintales de plátanos y yucas, no para subirles la moral, sino para asegurarse de no terminar también él en una de esas bolsas negras.

La llegada del Ejército, con tanques y helicópteros,
transformó la selva en un campo de guerra.
Los guerrilleros, frente estos ataques que cada día los acorralaban aún más, decidieron, a partir del año 2003, sembrar minas antipersonales en algunas partes de la selva, para impedir así que los soldados y los policías continuaran persiguiéndolos y, en lo posible, para causarles heridas de gravedad. Las minas también dejaron amputados a varios awás y provocaron que la mayoría de familias quedaran confinadas en sus poblados, sin poder ni siquiera salir a trabajar en sus cultivos. Por esa razón muchos más indígenas también decidieron irse a vivir a los pueblos de afuera. Los que se quedaron tuvieron que dedicarse a sembrar plátano y yuca en los alrededores de sus ranchos, obteniendo cosechas que apenas alcanzaban para alimentar escasamente a la familia, ya sin posibilidad de vender nada.

La situación empeoró cuando empezaron a llegar las avionetas cargadas de glifosato a fumigar los cultivos de coca. Entonces los awás se quedaron prácticamente sin qué alimentarse, porque sus pequeños sembríos de plátano y yuca alrededor de sus ranchos se secaron, y las gallinas y los cuyes que criaban murieron apestados. De igual modo, las empresas palmeras tuvieron que hacer millonarias inversiones en productos químicos para combatir un hongo que apareció en las palmas y que las dejaba sin una gota de aceite. Por primera vez en tantos años, sus extensos cultivos empezaron a disminuir de tamaño: la ley del narcotráfico, sin proponérselo, estaba logrando lo que no pudo la ley de la Unipa y Camawari.

“El glifosato”, explica el científico Armando Arrollo Osorio, de la Subdirección de Conocimiento y Evaluación Ambiental de Corponariño, “es un componente químico que al asperjarse sobre una hectárea afecta directamente a otras veinte hectáreas, envenenando toda la flora y la fauna”. Jairo Guerrero, asesor indigenista, agrega que lo más grave de todo es que las fumigaciones nunca se realizaron de manera selectiva sobre los cultivos de coca, sino que “el glifosato fue asperjado indiscriminadamente por toda la selva”. De hecho, Javier Dorado, director del Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos en Nariño, asegura que el propósito real de las fumigaciones fue “obligar a más indígenas a que salieran de sus territorios”.

De acuerdo a las estadísticas del Programa Presidencial de Derechos Humanos, en el 2004, cuatro años después de que los narcotraficantes impusieran su ley, más de tres mil indígenas, casi el 10% de la población total, habían abandonado sus ranchos y se encontraban viviendo en los pueblos de afuera. Los más afortunados, aquellos pocos que habían sido caminantes, llegaban a las casas de personas conocidas para quedarse unas semanas, hasta encontrar un trabajo como obreros de construcción e irse a arrendar su propio cuarto. Otros, los que no conocían a nadie en los pueblos de afuera, que eran la mayoría, tenían dos opciones: hacinarse en los precarios albergues levantados por la Unipa y Camawari con la ayuda de organizaciones humanitarias; o quedarse en las calles con sus hijos mendigando el pan diario.

A los indígenas que permanecían en la selva también les quedaron dos opciones: padecer hambre en la más extrema pobreza o hacer parte de la ley del narcotráfico. Emilio Guanga, de 27 años, escogió la segunda opción: se fue a trabajar a los cultivos de coca arrancando las hojas de las matas para luego enviarlas a los laboratorios. Una semana después regresó feliz a su rancho con los bolsillos llenos de dinero. En la tienda del poblado compró suficientes alimentos para su familia, relojes y pulseras para sus hermanas, ropa de marca para él, y luego fue a divertirse en la discoteca con los nuevos amigos que había hecho. Sin embargo, no gozaba de tranquilidad. Todas las noches, bien fuera que estuviera en los cultivos de coca o bien fuera que estuviera en su rancho, pasaba en vela, sin poder conciliar el sueño porque temía que en cualquier momento lo mataran. “Entonces me compré un revolver”, cuenta, “porque todos los awás que andábamos en ese negocio teníamos que estar armados para defendernos matando al que fuera”.

La selva poco a poco se convirtió en un lugar
no apto para criar un hijo.
Entre tanto, la guerrilla, con la instalación de las minas antipersonales, logró recuperarse y empezó a convocar a los jóvenes awás que estaban en la pobreza extrema para que se unieran a sus filas. Los líderes de la Unipa y Camawari aseguran que fueron muy pocos los que aceptaron; por el contrario, la mayoría de indígenas consultados recuerda que fueron muchos. Alfonso Nastacuaz, de 21 años, explica que aceptó la propuesta porque era un muchacho falto de experiencia que se fascinó con la idea de tener un arma. Los guerrilleros, a diferencia de lo que hacían en décadas anteriores, nunca le hablaron de cosas extrañas como los poderes oligárquicos, la lucha armada, el marxismo y el comunismo. No, lo único que le enseñaron fue a disparar un fusil, y luego lo especializaron en extraer el crudo de los oleoductos para convertirlo en gasolina que les vendían a los narcotraficantes. “También nos dedicábamos a conseguir acetona, cemento, todos los químicos que se necesitaban en los laboratorios de coca”, dice Alfonso Nastacuaz desde la prisión de Cali donde paga una condena por subversión y narcotráfico.

La selva, entonces, al iniciar el año 2005, era un infierno. A diario los paramilitares de Pablo Sevillano recorrían las carreteras en sus camionetas asesinando al que les parecía sospechoso; de vez en cuando un soldado, un policía o un indígena quedaba con sus pies destrozados al pisar una mina antipersonal; frecuentemente las avionetas pasaban asperjando glifosato sobre la selva; cada ocho días los trabajadores de los narcotraficantes se emborrachaban y armaban escándalos en las discotecas con las prostitutas; permanentemente los guerrilleros incorporaban a más awás para que les ayudaran a proveer los laboratorios de insumos químicos; y los indígenas, por su parte, vivían divididos entre aquellos que derrochaban el dinero ganado en los cultivos de coca, y aquellos otros que se morían de hambre sin poder cultivar nada. 

Ese mismo año, sin embargo, nació la esperanza de que quizás la situación empezaría a cambiar. El 30 de julio, en horas de la madrugada, la mayoría de los paramilitares, incluyendo a su máximo jefe, Pablo Sevillano, se montaron en varios camiones y salieron rumbo a la inspección de policía de El Tablón, en el municipio de Taminango. Ahí, en un acto al que asistieron altos funcionarios del gobierno nacional, entregaron sus armas como parte de un proceso de paz adelantado en todo el país. “Esta es una de las desmovilizaciones en la que se han entregado más armas”, afirma el investigador Juan Carlos Garzón en un documento titulado ‘Desmovilización del Bloque Libertadores del Sur’, “con 593 armas de corto y largo alcance; esto sin contar los pertrechos militares, dentro de los que se encontraban 88 granadas de 60mm, 293 granadas de 40mm, 120 granadas de mano, 37 granadas para fusil y 1 granada de humo”.

Semanas después la esperanza se desvaneció: los paramilitares, poco a poco, empezaron a retornar a la selva, ahora conformando grupos que se llamaban Águilas Negras, Mano Negra, Hombres de Negro, Nueva Generación, Autodefensas Campesinas de Nariño, Los Rastrojos y Los Fideles. Lo que sucedió, según explica Fabio Trujillo, ex secretario de Gobierno Departamental, fue que la desmovilización apenas se efectuó en algunas zonas de Nariño como Barbacoas y Buena Vista. No obstante, Zabier Hernández, ex asesor departamental de Paz y Derechos Humanos, considera que realmente todo fue un engaño a la sociedad nariñense: “Lo único que los paramilitares hicieron fue reestructurarse y cambiar de jefes, pero de resto siguieron trabajando para el narcotráfico, con amenazas a los líderes sociales, con restricciones a la movilización por las carreteras y asesinando a los indígenas”. Los líderes de la Unipa y Camawari agregan, además, que la desmovilización fue una estrategia de guerra que, en primer lugar, le permitió al presidente Álvaro Uribe ser reelegido y, en segundo lugar, les permitió a los paramilitares aumentar su número de hombres y armarse más fuertemente. De hecho, el reportaje ‘Los rastros de un cadáver’, publicado en Semana.com, asegura que en Nariño, después de la desmovilización, “el número de paramilitares se multiplicó por tres”.

Los indígenas awás que no salieron desplazados
tuvieron que quedarse viviendo en medio de una
guerra.
Al llegar el año 2006, la ley del narcotráfico se encontraba en su máximo esplendor: poseía 50 mil hectáreas de cultivos de coca, contaba con nuevos paramilitares fortalecidos, tenía a su servicio a una guerrilla recuperada, y cada día incorporaba a más awás y a más trabajadores que llegaban de todos lados del país. Sin embargo, ese mismo año, el presidente Álvaro Uribe, ahora en su segundo mandato, lanzó una impresionante arremetida que consistió en triplicar las fumigaciones, implementar las erradicaciones manuales y enviar a la selva a siete mil soldados más pertenecientes a la Brigada XXIX y a la Brigada Móvil XIX. 

Los resultados de esta arremetida, desde el punto de vista militar, fueron excepcionales. En tan solo dos años, el Ejército y la Policía incautaron más de 320 mil galones de insumos químicos en las zonas de Roberto Payán, Magüí Payan y el Patía; decomisaron a orillas del Telembí 23 lanchas rápidas que servían para transportar la cocaína por los ríos hasta el Océano Pacífico; destruyeron varios laboratorios avaluados en mil millones de pesos; fumigaron con sus avionetas, según la Dirección de Antinarcóticos de la Policía Nacional, más de 286 mil 587 hectáreas de selva; y erradicaron manualmente otras 31 mil 701 hectáreas sembradas de coca. De acuerdo a un estudio de la Oficina de las Naciones Unidas Contra las Drogas, a finales del 2008 habían logrado reducir los cultivos de coca a apenas 19 mil 612 hectáreas.

Ahora bien, desde el punto de vista de aquellos awás que vivían en la pobreza extrema, es decir, aquellos que no se habían involucrado ni con la ley del narcotráfico ni con la guerrilla, los resultados de esta arremetida fueron desastrosos. En mayo del 2006, de acuerdo a los testimonios recogidos por Gladys Celeide Prada, del CODHES, los soldados destruyeron los ranchos de los indígenas del poblado Panelero. Un mes después, en junio, según lo que cuenta el reconocido periodista Alfredo Molano en un editorial titulado ‘Los awás, a las puertas del exterminio’, bombardearon una escuela de Magüí. En agosto, en desarrollo de una operación llamada Gladiador, se enfrentaron a las Farc en un lugar de Barbacoas donde estaban más de mil 300 desplazados, lo que dejó a cinco indígenas muertos. En julio del 2007, según la Agencia Presidencial para la Acción Social y la Cooperación Internacional, en un nuevo enfrentamiento con las Farc provocaron que los poblados de Guadual, Arrayán, Cucarachero, San Antonio, Quelbi y Vegas quedaran totalmente desolados. Y en septiembre de ese año, según el diagnóstico del Programa Presidencial de Derechos Humanos, en otro enfrentamiento con las Farc, esta vez en la frontera con Ecuador, obligaron a más de mil indígenas a abandonar sus ranchos para irse a vivir a Llorente. 

En fin, los combates y los bombardeos desatados durante estos dos años que duró la arremetida del Ejército y la Policía, desde el 2006 hasta el 2008, provocaron que más de 25 mil indígenas, casi el 80% de la población total, abandonaran sus ranchos para irse a vivir a los pueblos de afuera, según cifras del Programa Presidencial de Derechos Humanos. Además, las minas que la guerrilla sembró incluso en los caminos utilizados a diario para ir de un poblado a otro destrozaron los pies de 67 personas, entre ellas 46 indígenas. Y los nuevos grupos paramilitares cometieron actos de demencia como asesinar a centenares de trabajadores del narcotráfico que intentaron huir de la guerra para buscar otras opciones de vida.

Hacinada con sus dos hijos en una habitación 
de tres metros de ancho por cuatro de
 profundidad, vive esta indígena awá. 

Julio Pai, de 58 años, recuerda que él y su mujer, así como las otras pocas familias que aún quedaban en su poblado, vivían prácticamente encerrados en sus respectivos ranchos, porque a cada momento los soldados desataban una balacera o llegaban los helicópteros de la Policía a bombardear los alrededores. La única razón que esta pareja tenía para seguir en la selva era la esperanza de que algún día sus dos hijos regresaran arrepentidos, el uno de haberse convertido en guerrillero y el otro de haberse metido en la ley del narcotráfico. Y así sucedió. El hijo guerrillero fue devuelto con un balazo en la cabeza y un letrero donde su comandante indicaba que lo había fusilado por intentar desertar. El otro hijo tuvieron que recogerlo en una carretera cercana, donde los paramilitares lo dejaron degollado porque se negó a seguir trabajando en los cultivos de coca. Nadie, ni uno solo de los vecinos que aún quedaban en el poblado, acompañaron a Julio Pai y a su mujer en los entierros. Todos prefirieron permanecer encerrados en sus ranchos porque el miedo que sentían era más fuerte que la obligación moral de ser solidarios.

En el año 2009, el afán de los soldados y policías por exterminar totalmente la ley del narcotráfico, así como la demencia de los guerrilleros y los paramilitares por defender lo que aún quedaba, desembocaron en dos masacres que sirvieron para que recién, después de casi una década de guerra, la población colombiana y de gran parte del mundo, a partir de todas las noticias que surgieron en los medios de comunicación, se enteraran de que una etnia indígena de raíces ancestrales estaba a punto de desaparecer.

La Tercera División del Ejército aseguró, a través de un comunicado, que sus soldados no tuvieron nada que ver con la primera de estas dos masacres. Por el contrario, la Organización Nacional Indígena de Colombia, Onic, y la Unipa expidieron en conjunto un comunicado donde explican que todo empezó a gestarse el 1 de febrero, cuando los soldados de la Brigada XXIX llegaron al poblado de Tangareal, “entrando de manera abusiva a las viviendas y obligando mediante diferentes maltratos a miembros de la comunidad a dar información sobre la ubicación de los guerrilleros”. Dos días después, los soldados se encontraron con los guerrilleros en inmediaciones del cerro Sabaleta, donde permanecieron durante tres días y tres noches en enfrentamientos, hasta que los guerrilleros decidieron replegarse y los soldados se retiraron a otro sector de la selva. Los indígenas aprovecharon que las ráfagas de fusil y los bombardeos habían cesado para abandonar sus ranchos e irse a vivir a los pueblos de afuera. Sin embargo, cuando estaban saliendo del poblado, el 11 de febrero, los guerrilleros aparecieron y, según el comunicado de la Onic y la Unipa, “retuvieron a 120 personas (hombres, mujeres y niños), las cuales fueron llevadas amarradas a una quebrada denominada el Hojal de la comunidad El Bravo y se les observó asesinando a algunas personas con arma blanca”.

El ex asesor departamental de Paz y Derechos Humanos, quien se entrevistó directamente con los indígenas que habían logrado salir de la selva, recuerda que “al principio se hablaba de siete muertos, después aumentaron a trece y al final fueron diecisiete”. En cambio, el ex secretario de Gobierno Departamental, indica que “inicialmente se decía que eran diecisiete, pero luego se estableció que eran doce o… trece”. Los medios de comunicación, por su parte, siempre hablaron de once indígenas asesinados. La Columna Móvil Mariscal Sucre de las Farc, en un comunicado publicado a través de Anncol el 16 de febrero, aceptó que había asesinado a “ocho awás que recogían, por grupos, información sobre nosotros para luego llevarla a las patrullas militares que desarrollaban operaciones militares en la zona”. El 23 de marzo, más de un mes después de cometida la masacre, 700 indígenas de todas las etnias del país ingresaron a la zona para averiguar cuántos awás realmente fueron asesinados. En total, de acuerdo a lo que se observa en el video que filmaron, encontraron ocho cuerpos en avanzado estado de descomposición, todos tendidos a lo largo de una trocha con heridas de machete y cuchillo, dos de ellos pertenecientes a mujeres en embarazo.

Fabio Valencia Cossio, ministro del Interior y Justicia en aquel entonces, anunció que conformaría una comisión para investigar lo sucedido e impedir que se presentaran nuevos hechos de violencia contra los awás. No obstante, la comisión nunca se conformó y seis meses después se presentó la segunda masacre de awás que conmocionó al país y al mundo.

Una de los retenes que el Ejército mantiene
en la vía que une a Llorente con Tumaco.
Todo empezó el 23 de mayo, cuando los soldados, por informaciones obtenidas en labores de inteligencia, llegaron a realizar una inspección en el rancho del indígena Gonzalo Rodríguez, en el resguardo Gran Rosario. Ahí, según la información que consta en la bitácora de operativos militares, encontraron varias piscinas artesanales donde el indígena almacenaba el crudo extraído del oleoducto para convertirlo en gasolina que les vendía a los narcotraficantes. Al momento de proceder a detenerlo, Gonzalo Rodríguez sacó un arma para defenderse, pero los soldados actuaron con mayor rapidez y lo mataron frente a su esposa, Tulia García.

Sin embargo, la versión de los líderes de la Unipa y Camawari es muy diferente. Ellos aseguran que los soldados mataron a Gonzalo Rodríguez simplemente porque sospecharon, sin ningún fundamento, que era guerrillero. De hecho, el líder indígena Jaime Caicedo Guanga, director de la Reserva Natural La Planada, cuenta que “yo conocí a esa familia, eran de bajos recursos económicos, eran muy pobres, es imposible que ellos estuvieran involucrados en la ley del narcotráfico”.

Lo cierto es que tres meses después, el 26 de agosto, a las seis y media de la mañana, hombres armados y uniformados ingresaron al rancho de Tulia García, y la mataron a balazos junto con todas las demás personas que encontraron ahí. Fueron en total doce indígenas asesinados, entre ellos cinco niños y un bebé de ocho meses. Los asesinos, antes de irse, recogieron las vainillas de las balas disparadas para que los investigadores no pudieran detectar con qué armas se perpetró la masacre.

Algunas ONG nacionales, así como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, señalaron como responsables a los soldados del Batallón Contraguerrilla Número 23, quienes habrían querido impedir que Tulia García o cualquiera de los miembros de su familia denunciaran a los soldados que meses atrás mataron a su esposo. No obstante, el ex secretario de Gobierno Departamental, asegura que el Ejército no fue el responsable de esta masacre: “Yo hablé con varias personas de la zona y todas nos dijeron que esa masacre fue una vendetta entre narcotraficantes, porque la familia de Tulia García estaba metida en esos negocios ilícitos”. La ex dirigente indígena María de Jesús Marín le da la razón: “Eso fue entre nuestros propios indios, pero indios envenenados por la coca”. 

Un mes después, el 6 de octubre, el Área de Vida de la Dijín, capturó en el corregimiento La Guayacana, en Tumaco, a los autores materiales e intelectuales de la masacre, todos integrantes de una banda conocida como Los Cucarachos. El martes 9 de noviembre del 2010, un año después, un juez de Tumaco, después de analizar las pruebas contundentes que presentó la Fiscalía en el expediente radicado con el número 7758, los condenó a pagar 52 años de cárcel por los delitos de homicidio agravado y sucesivo y por concierto para delinquir agravado. Sus nombres son José Miguel Castro Bisbicus, Daniel Casaluzán Rodríguez y Carlos Enrique Malpu, los tres indígenas awás.

Estas dos masacres provocaron que muchos más indígenas abandonaran sus ranchos para irse a vivir a los pueblos de afuera. Aquellos que lo hicieron a raíz de la primera masacre, la perpetrada por la guerrilla el 11 febrero, se hacinaron en el Predio El Verde, donde, según el ‘Informe del pueblo indígena Awá’ realizado por la Unipa, “no se contaba con suministro de agua, de todos los tanques instalados por Acción Social no quedaba ni uno solo en buen estado”, lo que desató una epidemia de varicela que cobró la vida de varios niños. Aquellos otros indígenas que huyeron a raíz de la segunda masacre, la cometida por un grupo de awás el 26 de agosto, vivieron una situación aún peor porque, según el documento ‘La lucha por la supervivencia y la dignidad’, de Amnistía Internacional, se fueron a Tumaco, donde “semanas después de su llegada continuaban viviendo en refugios que ellos mismos habían construido o durmiendo a la intemperie”.

Después de tantas muertes, tantos combates, tantos bombardeos, tantas fumigaciones y tantas erradicaciones manuales, el Ejército y la Policía, por fin, en el año 2010, prácticamente cumplieron con su objetivo de acabar (o más bien desplazar) la ley del narcotráfico, una ley que así como las otras leyes que tiempo atrás se impusieron en la selva también duró una década. Por supuesto, algunas hectáreas de selva quedaron cultivadas con coca y unos cuantos laboratorios siguieron produciendo cocaína, pero en un número reducido en comparación al que existía años atrás.

En una selva devastada por la guerra, los awás
intentan rehacer su vida.
Los awás que se dedicaban a arrancar las hojas de las matas de coca retornaron al lado de sus familias para reconstruir sus vidas, bien fuera en los desolados poblados o bien en los pueblos de afuera. De igual modo, los trabajadores del narcotráfico fueron saliendo poco a poco de los últimos cultivos que quedaban para montarse en camiones que los llevaban a otras regiones del país. Sus discotecas quedaron abandonadas, con piscinas vacías donde la hierba empezó a crecer por las ranuras de las baldosas, en medio de las botellas quebradas de Buchanan´s. Las tiendas donde compraban alimentos, pulseras, relojes y ropa de marca fueron cerradas. Los escándalos que cada fin de semana armaban con las prostitutas no volvieron a presentarse nunca más.

Las empresas palmeras también desaparecieron. Según Víctor Gallo Ortiz, alcalde de Tumaco, más de 20 mil hectáreas sembradas de palma africana murieron a causa de un complejo de hongos llamado Anillo Rojo y conocido popularmente como La Gualpa, el cual pudrió los cogollos de las plantas y les impidió el crecimiento. Muchos científicos atribuyen la enfermedad a las fumigaciones con glifosato, además hay algunos que le añaden el calentamiento global. “El ICA”, dice el doctor Armando Arrollo Osorio, de la Subdirección de Conocimiento y Evaluación Ambiental de Corponariño, “está haciendo un estudio para determinar cuál fue el efecto de las fumigaciones sobre las palmas”. 

Los guerrilleros y los nuevos grupos paramilitares quedaron debilitados sin la ley del narcotráfico, ahora sin poder recurrir a las empresas palmeras para que, en un caso, los cofinanciaran de nuevo o para que, en el otro caso, les volvieran a pagar el impuesto de guerra. Entonces, sin importarles todos los años que llevaban matándose por ser enemigos acérrimos, los dos grupos decidieron unirse en muchos grupos que han sido llamados las Bacrim o las Bandas Criminales, los cuales se dedicaron a extorsionar y a secuestrar a todos los propietarios de locales comerciales de los pueblos de afuera. Así, unidos y dedicados a obtener muchas pequeñas ganancias, lograron rearmarse para poder enfrentar al Ejército y a la Policía, que continúa persiguiéndolos con bombardeos y combates en inmediaciones de los poblados.

Una familia awá que, en medio de difíciles
condiciones, le apuesta a seguir viviendo
en la selva.
Esos combates, sumados a las minas antipersonales que hay por todas partes, mantienen acorralados a los pocos indígenas que aún permanecen en la selva, aquellos que prefirieron arriesgar sus vidas antes que abandonar sus ranchos. “Ellos”, cuenta el defensor del pueblo de Nariño, “están en condiciones precarias: los niños no pueden ir a las escuelas, los indígenas no pueden trabajar en sus parcelas, nadie sale de sus ranchos, hay un problema de desabastecimiento alimentario y nadie hace nada por ayudarlos”. El problema es tan grave que, según el documento ‘Consultoría para los derechos humanos y el desplazamiento forzado’, realizado por el CODHES, en la mayoría de poblados existen altos y graves índices de desnutrición.

De igual manera, los combates y las minas impiden que los más de 25 mil indígenas que viven en los pueblos de afuera regresen a la selva. Ellos no quieren correr la misma suerte de Juan Dionisio Ortiz, Ademelio Pai, Arcenio Cantincuz y sus dos hijos menores, Germán y Andrés, quienes abandonaron el albergue de Ricaurte para regresar a su poblado, Magüí, donde dos días después de haber llegado, el 14 de julio del 2007, murieron al intentar sembrar plátano y yuca en un campo minado. O la misma suerte de Misael Malpu y su mujer María Dolores Bisbicus, quienes ya no soportaron seguir pidiendo limosnas en las calles de Tumaco y decidieron regresar a su poblado, Pipalta, donde el 21 de agosto del 2010 sus dos hijos, de 11 y 13 años, murieron abaleados al quedar atrapados en medio de un combate.


Las condiciones de desplazamiento de los indígenas
han transformado su cultura.


Por eso, los indígenas han aprendido a adaptarse a una nueva forma de vida en los pueblos de afuera, algunos soportando las condiciones de hacinamiento en los albergues, otros resignándose a la humillación de las limosnas, y la mayoría buscando un trabajo para dignificar su vida, en el caso de los hombres como obreros de construcción y en el caso de las mujeres como empleadas de servicio doméstico o como auxiliares de cocina en restaurantes. Así lo han hecho Aníbal Casaluzán, de 38 años, y su mujer Eugenia Taicuz, de 29. Ellos dos, todos los días, a las seis de la mañana, dejan a sus tres hijos en una guardería para irse a trabajar, ella lavando platos en el restaurante El Corrientazo, de Tumaco, y él revolviendo cemento en la construcción de una hacienda, en el corregimiento Bucheli. A las siete de la noche, ambos regresan a recoger a sus hijos para ir a encerrarse en una pequeña habitación donde viven en alquiler. Ahí, después de ayudarles a sus hijos a resolver las tareas, todos se sientan en la cama a hacer lo que más les gusta en la vida: ver televisión. Los niños sueñan con participar en el concurso ‘Factor Xs’, mientras que ellos dos anhelan ganarse algunos millones de pesos en el programa ‘Quién quiere ser millonario’.



Algunos documentos consultados

Título: Comunicación con los espíritus de la naturaleza para la cacería, pesca, protección, siembra y cosecha en el pueblo indígena awá de Nariño
Autor: Gabriel Teodoro Bisbicús, José Libardo Pai Nastacuas, Rider Pai Nastacuas
Editorial: Unión Europea, Programa somos defensores
Fecha: 2010
Comentario: Es una tesis de grado perteneciente a la Universidad Autónoma Indígena Intercultural (UAIIN) para obtener el título de Formación en Derecho Propio. Este libro ofrece un panorama amplio, con una visión indígena, acerca de todos los seres que pueblan las selvas de los awás. Además indica cómo esos seres afectan a los awás y cómo se puede contrarrestar los males que ocasionan.

Título: Condena por muerte violenta de indígenas awá en Ricaurte, Nariño
Autor: Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Fecha: 18 de julio de 2007


Título: Desmovilización del Bloque Libertadores del Sur del Bloque Central Bolívar
Autor: Juan Carlos Garzón
Editorial: Fundación Seguridad y Democracia
Fecha: 2007
Comentario: El documento habla del accionar de los grupos paramilitares en Nariño. Hace especialmente un recuento biográfico de algunos paramilitares, entre ellos Pablo Sevillano.

Título: Diagnóstico de la situación del pueblo indígena awá
Autor: Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Vicepresidencia de la República
Fecha: 2010
Comentario: Es un estudio estadístico de la mayoría de hechos violentos que han afectado a los awás y a otros grupos étnicos de Nariño en la última década.

Título: Echando pa’lante. Camino de exigibilidad de los derechos patrimoniales de la población desplazada.
Autor: Project Counselling Service
Fecha: 2009
Editorial: Coordinación Nacional de Desplazados, ILSA, Kerkinactie
Comentario: Es un documento pedagógico que ofrece, en primer lugar, un contexto sobre las causas y las consecuencias del desplazamiento en Colombia. En segundo lugar, presenta un taller para trabajar con poblaciones desplazadas con el objetivo de que conozcan y sepan aplicar sus derechos. La mayoría de líderes indígenas awás lo utilizan para trabajar con las poblaciones desplazadas. 

Título: Grave situación de indígenas Awá en Nariño 
Autor: Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos.
Fecha: 8 de julio de 2005

Título: Informe del primer semestre 2009 sobre la situación humanitaria y de desplazamiento forzado de la población indígena awá del departamento de Nariño.
Autor: Unipa
Fecha: 2009
Comentario: El informe hace un recuento de los problemas en que permanece la población awá que ha sido desplazada. Es una recolección de testimonios en los albergues donde se encuentran los indígenas desplazados.

Título: Las masacres y los nexos del Ejército de 'Pablo Sevillano'
Autor: VerdadAbierta.com
Fecha: Octubre de 2009
Comentario: Este reportaje presenta los testimonios que Pablo Sevillano les brindó a los jueces de Tampa, Florida, después de ser extraditado a los Estados Unidos.

Título: Los awás, a las puertas del exterminio
Autor: Alfredo Molano
Fecha: 2010
Comentario: El texto hace inferencias acerca de cómo el Ejército puede estar detrás de las masacres cometidas contra los indígenas awás.

Título: Lucha por la dignidad y la supervivencia
Editorial: Amnistía Internacional
Fecha: Febrero 2010
Comentario: El documento presenta un panorama amplio de los principales problemas que atraviesan los pueblos indígenas en Colombia debido al conflicto armado. Analiza con especial interés los pueblos ubicados en las fronteras, entre ellos el pueblo awá.

Título: Organización, territorio y conservación. Las comunidades awás de Ecuador y Colombia frente al manejo del territorio, un caso comparativo.
Autor: Juan Pineda Medina
Fecha: 2010
Comentario: Es una tesis donde se analiza comparativamente cómo en el último siglo los pueblos awás de Ecuador y Colombia se han organizado políticamente.

Título: Políticas públicas para atención al desplazamiento forzado en Nariño
Autor: Gladys Celeide Prada Pardo
Editorial: CODHES 
Fecha: Mayo de 2006
Comentario: El documento recrea, a partir de la recolección de testimonios, algunos de los abusos cometidos por el Ejército y la guerrilla contra los awás.

Título: Visibilización mediática DDR “Caso Nariño” octubre 2009-enero 2010
Autor: Observatorio de Procesos de Desarme, Desmovilización y Reintegración -ODDR-
Editorial: Universidad Nacional de Colombia
Fecha: Febrero de 2010
Comentario: El estudio consiste en un diagnóstico que muestra cómo aparece reflejado el conflicto armado de Nariño en los medios de comunicación nacionales y locales.

También, como fuente documental, se utilizaron los comunicados expedidos por la Unipa, Camawari y la ONIC en los últimos ocho años. Muchos de estos comunicados se encuentran sin fecha.



Algunas entrevistas realizadas

El defensor del pueblo quedó aterrado después de haber realizado un recorrido por la población de Magüí, en las selvas de los awás. La desolación que observó, las condiciones de miseria y la tristeza de los indígenas quedaron impregnadas en su memoria. De todo eso y de otros problemas como las minas antipersonales, los abusos del Ejército, las masacres y la importancia de las alertas tempranas, habla el funcionario en esta entrevista. 

Este joven de 18 años, quien empieza a trazarse un camino como líder indígena, refleja en esta entrevista la posición que tienen muchos jóvenes respecto a los grupos armados en su territorio. Diego Guanga, entre otras cosas, expresa su rechazo a la presencia de actores armados en la selva, incluyendo a la Policía y al Ejército. Además, hace conciencia de cómo su generación, debido a la guerra, ha sufrido una pérdida cultural.

Desde la Gobernación de Nariño, donde ha desempeñado importantes cargos en las administraciones de Eduardo Zúñiga y de Antonio Navarro, este funcionario ha observado, analizado e intervenido en las principales problemáticas que han afectado a los awás. Esto lo ha convertido en un conocedor de todos los abusos que han sufrido los awás, pero también en un crítico de muchas de las decisiones de la Unipa y Camawari. 

Él vivió en carne propia la peor época de los indígenas awás, la época en que el narcotráfico reinaba en la selva. Un sobrino suyo que se vinculó a la guerrilla fue luego fusilado bajo la acusación de ser informante del Ejército. Todos los días debía soportar las balaceras que se desataban entre los grupos armados. Hoy, Guillermo Nastacuaz, de 56 años, vive como desplazado en uno de los pueblos de afuera, esperando que el gobierno le cumpla con las promesas de ayudarlo económicamente.

Estudia Derecho en la Universidad Cooperativa de Colombia, en Pasto. Los fines de semana viaja a su territorio, en Pialapí Pueblo Viejo. Ahí quisiera aprovechar el tiempo para dedicarse a su hija, de 8 años, y a su mujer. Pero, mientras está en su rancho, a cada rato llegan a buscarlo otros indígenas para solicitarle asesorías legales y redacciones de oficios. Esto se debe a que lleva más de 20 años como dirigente, ocupando cargos tan importantes como el de coordinador de Camawari y el de secretario de Gobierno de la Alcaldía de Ricaurte. 

Este ingeniero agrónomo, especializado en agricultura orgánica, se dedica a analizar las problemáticas de todos los grupos indígenas que habitan en Nariño, principalmente de los awás. En sus posiciones plantea hipótesis acerca de un plan macabro orquestado por el gobierno nacional para apoderarse de las selvas de los indígenas awás. 

Su trabajo lo desarrolla en medio de amenazas contra su vida. Sin embargo, nada lo detiene para salir a hacer recorridos por la selva escuchando los problemas de los indígenas y luego exigiéndoles a las autoridades soluciones. Es firme al hablar y sus enemigos relacionan sus posiciones con los grupos subversivos.

Salió huyendo de su poblado, Magüí, y llegó a vivir a Ricaurte en condiciones deplorables. Pero eso nunca detuvo su ánimo para empezar a organizar a los demás awás desplazados. Conformó el primer Cabildo Awá Desplazados. Después de muchas gestiones, él y otras familias integrantes del Cabildo han logrado obtener lotes en Ricaurte para reconstruir sus vidas, lejos de su poblado.

Es un referente en su zona, una mujer reconocida por su liderazgo como docente, gobernadora y madre comunitaria. Lo primero que advierte al hablar, es que no esconde nada, que dice las cosas tal como son. De hecho, muchas de sus posiciones frente a problemáticas graves se oponen a las de otros líderes indígenas.

Su tesis de grado para obtener el título de licenciado, titulada ‘Comunicación con los espíritus de la naturaleza […]’, fue publicada para que los jóvenes conozcan gran parte de la riqueza cultural que han perdido. Es un docente de 36 años que se entrega de lleno a las actividades y programas organizados por la Unipa. Sueña con que algún día la selva vuelva a ser ese territorio maravilloso donde pasó su infancia.

Para él, la guerra es un negocio donde los ganadores son los grupos armados y el gobierno, mientras que los perdedores son los indígenas awás. ¿Por qué? “Porque nuestra filosofía es distinta a la de los actores armados y a la del gobierno, porque hacemos un proceso de resistencia, porque proponemos la paz y eso no le interesa a nadie, no ve que la guerra deja mucha plata”.

Para este alcalde, las palmas africanas fueron una opción de desarrollo económico en su región. De igual manera, considera que la minería es una posibilidad para encontrar el desarrollo. Su posición, sin embargo, es que la explotación se dé en condiciones de seguridad ambiental. Tumaco es uno de los municipios más complicados de Colombia, tanto en materia económica como en materia de seguridad.

Es una persona que se ha empecinado en el tema de la paz en Nariño. Frecuentemente organiza seminarios, encuentros, talleres y foros para encontrar salidas a problemas de violencia. Los líderes de la Unipa y Camawari confían en él porque siempre ha demostrado su empeño y voluntad para solucionar problemas y para atender crisis humanitarias.

El 26 de mayo del 2011, en Pasto, Zabier Hernández y Jaime Caicedo Guanga organizaron un evento donde los indígenas se reunieron con altos mandos militares y con medios de comunicación para denunciar los daños ambientales cometidos por los soldados en la Reserva Natural La Planada. En el evento los indígenas discutieron con el general Jorge Eliécer Pinto Garzón, comandante de la Brigada XXIII de Nariño, acerca de la consulta previa que debía realizar el Ejército para ingresar a los resguardos. El general les respondió que no había lugares vedados para sus hombres porque ellos debían cumplir con la misión constitucional de defender a la población. He aquí la transcripción de las intervenciones del general y del líder indígena.

Los testimonios de algunas de las personas que fueron entrevistadas para realizar este reportaje, se encuentran aquí organizados en temas y subtemas. No se han incluido las entrevistas de varios indígenas que fueron entrevistados por lo doloroso que resultan sus testimonios. Algunos de los temas aquí sistematizados son: minas antipersonales, grupos armados, narcotráfico, empresas palmeras, fumigación, paramilitares, abusos del Ejército, awás vinculados a la guerrilla, masacres y desplazamiento. 


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