jueves, 19 de julio de 2012

El desplazado: testimonio

Testimonio de un desplazado que huyó de la violencia, llegó a Ipiales, superó las dificultades que encontró y pudo dedicarse a ayudar a los demás.





Yo fui uno de los grandes dirigentes de la comuna nororiental de Medellín, el lugar más peligroso de una ciudad que en esa época era considerada la más violenta del mundo. 

Usted no me va a creer, pero ahí lo mataban a uno por nada. Mire esta cicatriz que tengo aquí en la cara. Un pelado como de 14 años me la hizo. Fue una noche en que yo subía por las escaleras del cerro hacia mi casa. El pelado apareció en la oscuridad y me amenazó con un cuchillo. Yo dejé que me robara. Pero como sólo llevaba en los bolsillos algunas monedas se enojó y me dijo, Toma pa’ que aprendas a andar con plata. Esa noche amanecí en el hospital con una cortadura de 15 centímetros en mi rostro. 

No guardo ningún rencor. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un muchacho que tenía seis hermanos aguantando hambre y que vivía en una casa de madera y cartón donde no tenían nada qué comer? Pues hombre, lo único que podía hacer era buscar la forma de sobrevivir, y como en ninguna parte le daban empleo le tocaba salir a robar, sin importar hacerle daño a nadie. 

Por eso Medellín estaba convertido en un infierno. Pero gracias a Dios los habitantes de la comuna nororiental empezamos a reaccionar. 

Yo lideré un proyecto de cultivos hidropónicos en los techos de las casas para que las personas se dedicaran a la venta de zanahorias o tomates, luego lancé una campaña en los medios de comunicación para que las empresas dieran trabajo a los jóvenes de nuestro sector. Y por último organicé a la gente que no tenía dónde vivir para que invadiéramos varios lotes desocupados y empezáramos a construir nuestras propias casas. Se trataba de quitarles a los ricos para darles a los pobres, un acto de justicia que me llenó de enemigos muy poderosos. 

A dos de mis hermanos los mataron: el primero porque no me encontraron a mí y el segundo porque lo confundieron conmigo. Yo seguí luchando, pero luego asesinaron a mi sobrinito preferido y ya no aguanté más. Abandoné la comuna nororiental en una ambulancia de la Cruz Roja, escoltada por la Policía. 

Con todos los problemas que tenía y como yo era un reconocido líder social, varias organizaciones de Derechos Humanos me ofrecieron asilo. En Australia me recibían, en México también, Holanda me dijo, Véngase pa’ca, pero yo amo mi tierra y pensé que lo mejor era quedarme para seguir ayudando a construir el camino de la paz. Entonces decidí irme a Bogotá. 

Ahí tuve un desliz romántico y eso me acabó de matar. El 20 de agosto del 2002 agarré mi mochila y salí a caminar sin saber hacia dónde. Así estuve tres meses. Dormía en las calles, pedía comida en los restaurantes, a veces un conductor me llevaba, otras veces caminaba y cantaba, mejor dicho, yo parecía un loquito. A veces con la felicidad de sentirme totalmente libre, pero otras veces con la amargura de haberlo perdido todo. 

El 16 de noviembre del 2002, después de tres meses de andar por Colombia, llegue a Ipiales. Yo sentí algo en el corazón que me dijo, Aquí es donde te quedás. Y ya llevo cuatro años acá. 

Yo no sabía nada de mecánica, pero me conseguí un trabajo de ayudante en un taller, donde me dieron posada. En las tardes salía a caminar por las calles y yo veía que las entidades del Gobierno aquí no ayudaban al desplazado y que la gente lo humillaba. 

Empecé a llamarlos y a decirles, Ustedes tienen derecho a esto y a lo otro, porqué no reclaman. Así empezamos a hacer carticas y a mandar oficios, hasta que el día menos pensado organizamos una asamblea y todos me escogieron como su representante. 

Siempre he tenido el espíritu de líder, esas ganas de querer ayudar a los otros. Además, he vivido en carne propia el desplazamiento, ese dolor de abandonar para siempre todo lo que uno construyó, ese miedo de que en cualquier momento los que te amenazaron te encuentren y te maten, esa angustia de no saber hacia dónde se dirige uno. Yo siempre he pensado que ser desplazado es como estar muerto en vida. 

Hace un rato me llamaron por teléfono y me dijeron, Sapo Hijuetantas, dejá de reclamar tanto que te vamos a matar. Lo único que yo quiero es cumplir los sueños que me he trazado aquí en Ipiales. Quiero crear las empresas para dar trabajo a los desplazados, quiero verlos bien, quiero que los niños crezcan en armonía, que los padres se olviden de sus problemas, quiero ver una verdadera paz en Colombia. 

Ese es mi sueño y sé que lo vamos a lograr. Si no me cree vaya y pregunte en la comuna nororiental de Medellín cuántas familias ya construyeron sus casas propias de dos y tres pisos en los lotes que hace años invadimos.

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