jueves, 20 de septiembre de 2012

Los otros condenados

La anciana. Una enfermedad le robó la visión.


Visita a una casa condenada. Visita a una familia atravesada por un dolor insuperable. Historia de una familia que lo perdió todo.




Liliana, cargando en brazos a su hijo de dos años, me invita a seguir a una de las habitaciones que rodean el patio de su casa. Al entrar trato de que mis pasos no hagan crujir la madera del suelo porque observo sobre la cama a una anciana que duerme. “Es mi mamá”, me dice Liliana. La anciana, al escucharla, se despierta y empieza a sentarse con dificultad, quejándose. “¿Ya es de noche, mija?”, pregunta. Liliana le responde que apenas son las cuatro de la tarde y que ya llegó el periodista. Saludo entonces a la anciana mientras la veo que palpa el velador en busca de un rollo de papel higiénico. “Disculpará que no le dé la mano, señor periodista, pero es que soy ciega, no veo ni tan siquiera la luz del sol”, me comenta al tiempo que arranca un trozo de papel higiénico para limpiar las lagañas que brotan de sus ojos. Le digo que no se preocupe y le pregunto si es ciega de nacimiento. Me responde que hasta hace tres años veía bien, pero una enfermedad ocular llamada glaucoma le cogió tanta ventaja que los médicos ya no pudieron hacer nada. 


Entre tanto, Liliana sale de la habitación. Un momento después regresa, ahora carga a su hijo con una mano y con la otra sostiene una silla. Me invita a que me siente. Ella, por su parte, se acomoda al lado de su madre en la cama y suelta un suspiro de alivio. “A veces ya no jalo de tener todo el día cargado al niño”, me dice. “¿Es perezoso?, ¿no le gusta caminar?”, le pregunto con una sonrisa. Ella me mira a los ojos y me responde que no, el niño sufre de parálisis cerebral. Lo reparo y noto que su boca permanece abierta y su cuerpo completamente inmóvil. “En el hospital me dejaron pasar el tiempo del parto y le hicieron un daño bien grande a mi niño”, me explica. Luego, con rabia, agrega: “Lo peor de todo es que con el tratamiento el niño empezó a mejorar, a mover sus manitos, sus piecitos, sus ojos, incluso veces hasta se reía, pero tuvimos que suspenderle todo, medicina, tratamiento, todo, porque nos quedamos sin plata por estar pagando los abogados para mi esposo”. La anciana empieza a llorar, arranca un nuevo trozo de papel higiénico y esta vez limpia sus lagañas bañadas en lágrimas. “Sólo Dios sabe, señor periodista, todo el daño que nos han hecho llevándose al hombre de la casa”, dice entre sollozos. 
Al fondo Liliana le prepara la cena a su mamá.

“¿Cómo está él?”, pregunto refiriéndome al hombre de la casa, a Aníbal, el esposo de Liliana. La anciana me explica que debido a su ceguera y a sus achaques no ha podido visitarlo en la cárcel, si a duras penas puede levantarse de la cama. Liliana me cuenta que Aníbal está más flaco de lo que era, llora mucho y ha perdido el voraz apetito que lo caracterizaba. “¿Cómo le van a dar ganas de comer allá encerrado?”, me pregunta y de inmediato se responde ella misma: “Ahí sí como él escribió en un poema: La cárcel es un cementerio de vivos, Estamos muertos aunque sigamos vivos”. Los versos me llaman la atención. Le pido que me los muestre. Liliana se levanta de la cama y saca del cajón del velador un álbum fotográfico donde guarda los poemas que su esposo ha escrito desde el día en que fue detenido, 28 de enero, hasta la fecha. Después de leerlos, me detengo a observar las fotografías. Ella también ha perdido mucho peso. Su rostro ya no refleja la misma vitalidad del anterior diciembre, cuando la fotografiaron bailando en una fiesta familiar, sonriente y abrazada a su esposo. 

Liliana me comenta que además él hizo una tarjeta que le dio como regalo del día de la madre. Pero la guarda celosamente porque la hará enmarcar apenas tenga unos centavitos de sobra. “A mí también me mandó una para el día de la madre”, interviene la anciana. “Aníbal siempre fue muy atento conmigo”, empieza a recordar mientras arranca otro trozo de papel higiénico y limpia las lagañas que no paran de acumularse en sus ojos: “Cuando él llegaba del trabajo venía a saludarme aquí a la cama, y después de un ratico vuelta regresaba a servirme más que sea una agüita”. Pero sus recuerdos son interrumpidos por la voz de alguien que nos saluda a todos desde la puerta de la habitación. Es una chica alta y guapa de 17 años que viste uniforme colegial. Es la hija de Aníbal y Liliana. Le informa a su madre que ya acabó el trabajo con sus compañeros de curso y ahora se dedicará a leer. Liliana le propone que se quede un rato con nosotros y se una a la conversación. La chica obedece en silencio.

La anciana, que se encuentra
completamente ciega, confía
en la inocencia de su yerno.
“¿Qué opinas tú de lo que le está sucediendo a tu papá?”, le pregunto cuando ya se ha sentado en la cama al lado de su madre y de su abuela. Ella empieza a mover la cabeza en señal de negación y dice que es imposible que su papá haya violado a una mujer, peor aún a una mujer con discapacidad. “Entonces, ¿por qué ella lo acusa?”, insisto. “Porque los seres humanos, en este caso ella, cometemos errores, decimos mentiras y perjudicamos a los demás”. Liliana interviene con vehemencia: “Y harto que nos ha perjudicado esa mujer. A mi esposo le quitó el honor. Eso es como coger una gallina y arrancarle las plumas. Ya nunca volverá a ser igual”. La anciana nuevamente no soporta el dolor y empieza a llorar apretando en sus manos el rollo de papel higiénico. “¿Ya es de noche, mija?”, pregunta cuando se tranquiliza. Liliana, con un tono de preocupación, le responde que sí. De inmediato manda a su hija a la cocina a calentar la cena. Luego acuesta al niño en la cama para hacerle la tercera y última terapia del día. Le mueve los brazos, las piernas, le da volantines y le pasa una linterna por el rostro para estimular el movimiento de los ojos.

Antes de marcharme, le pregunto a la anciana qué les diría a los jueces de la Corte Superior que en algunas semanas, en un fallo de segunda instancia, determinarán la culpabilidad o inocencia de Aníbal. “Nada, señor periodista, ellos deben saber que arriba hay un Dios que todo lo ve y todo lo oye, que todo lo sabe. Un Dios que hará justicia”.

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