miércoles, 7 de marzo de 2012

PARTE I: La agonía del páramo

La cacería, la ganadería y la extracción de hielo acabaron con la vitalidad del páramo ubicado alrededor del Chiles y del Cumbal, en Nariño y Carchi. Una crónica que escribí para relatar esa devastación.

  

A los tres les sucedió lo mismo en sus infancias. Una madrugada cualquiera, a inicios de la década de los sesenta, fueron despertados por sus padres, quienes les ordenaron que se vistieran con la ropa más abrigada y con las botas de caucho porque desde ese día empezarían a aprender cómo defenderse en la vida.

Los tres vivían en el mismo páramo que bordea el cerro del Chiles, en Carchi, Ecuador, y el nevado del Cumbal, en Nariño, Colombia. Sus casas eran idénticas: techo de paja y paredes de barro que medían más de un metro de grueso para aislar el intenso frío. Sin embargo, el aprendizaje que empezaron a obtener a partir de esa madrugada les trazó caminos muy diferentes que después de muchos años coincidieron en un mismo punto.

El aprendizaje heredado
De los tres, Humberto Cuaical fue el único que salió molesto de su casa. Pensó, al ver a su padre con el hacha y el machete, que simplemente lo había hecho madrugar para lo mismo de todas las tardes: bajar al bosque a cortar los árboles que su madre utilizaba como leña en la cocina. Los otros dos, en cambio, salieron emocionados. Arturo Quillismal iba a montar por primera vez en caballo, mientras que Gildardo Valenzuela nunca antes había caminado con todos sus perros.

La rabia de Humberto Cuaical desapareció cuando notó que no bajaban al bosque, sino que caminaban hacia la parte alta del páramo, donde no había árboles qué cortar. Pero a los pocos minutos volvió a enojarse porque su padre se detuvo y lo regañó para que dejara en paz a las ranas y lagartijas que saltaban a cada paso que ellos daban. Ahí le mostró cómo debía cortar con el machete los pajonales más altos y las hojas más grandes de los frailejones, para luego amarrarlo todo en un solo paquete y seguir caminando. Por su parte, la primera enseñanza que recibió Arturo Quillismal fue muy similar. Su padre le dijo que debía localizar, sin bajarse del caballo, los pajonales más amarillentos, es decir, los más antiguos. Por el contrario, a Gildardo Valenzuela su padre le advirtió que el primer paso era no fijarse en ningún aspecto de los alrededores, sólo seguir el camino que tomaran los perros.

Ninguno de los tres sabía lo que le esperaba, pero todos quedaron maravillados cuando sucedió lo imprevisto. Humberto Cuaical recuerda que, después de dos horas de caminata por una trocha cada vez más empinada, llegaron a lo que él definió como “El infierno blanco”, un sitio sin vegetación, cubierto por piedras filosas, donde el viento soplaba cargado de granizo, con una fuerza capaz de elevarlos hasta el cielo. Arturo Quillismal también pensó que se encontraba en el infierno cuando su padre bajó del caballo y le prendió candela a los pajonales amarillentos, y las llamas empezaron a devorar toda la vegetación del páramo, y los conejos salían en estampida para salvarse. El único que pensó que estaba en el cielo fue Gildardo Valenzuela. La emoción que experimentó cuando los perros empezaron a perseguir un venado fue tan intensa que, solo años después, pudo describirla comparándola con un orgasmo.

Lo que Humberto Cuaical definió como “El infierno blanco” era en realidad las faldas del nevado del Cumbal. Ahí, su padre lo guió a un sitio donde removieron el granizo y unas cuantas piedras filosas hasta que saltó a la vista un enorme bloque de hielo. Luego, luchando contra el viento, cortaron con el hacha tres pedazos cuadrados de hielo, de 50 kilos cada uno, los cuales cubrieron con la paja y las hojas de frailejón que llevaban para evitar así que se derritieran. Antes del medio día ya habían retornado a su casa, el hijo llevando el machete y el hacha, el padre cargando a la espalda los tres bloques de hielo cuyo viaje terminaría al otro día en las plazas de mercado de las poblaciones de la frontera colombo ecuatoriana, donde lo convertirían en una bebida de poderes curativos llamada cumbalazo.

El día para Arturo Quillismal no terminó con la quema de los pajonales. Su padre de inmediato cabalgó hasta otro sector del páramo donde días atrás el fuego había devorado todo. Ahí le mostró cómo la paja empezaba a retoñar verde y tierna, lista para que el ganado que tenían se alimentara de la mejor manera. Así mismo, después de que los perros mataron al venado, el padre de Gildardo Valenzuela le enseñó cómo debía desollarlo para que la piel saliera entera y la pudieran vender a un buen precio.

Cuando los tres dejaron de ser unos niños y se convirtieron en jóvenes no había quien los igualara en sus trabajos. Humberto Cuaical era, entre los más de cien hieleros que subían por lo menos tres veces a la semana al nevado del Cumbal, el único con la fuerza suficiente para bajar cuatro bloques de hielo, es decir, 200 kilos. Arturo Quillismal era el mejor jinete de todos los ganaderos que habitaban el páramo, el que mejor sabía dominar el caballo al momento de arriar las reces hacia los pajonales que previamente había quemado. Y Gildardo Valenzuela era el cazador con los perros más veloces y resistentes, capaces de matar hasta dos venados en una sola salida. Sin embargo, con el pasar de los años los tres empezaron a notar que algo había cambiado en el ambiente desde aquella época en que sus padres los despertaron en la madrugada para enseñarles cómo defenderse en la vida.

El hielo ya se había acabado en aquel sitio donde Humberto Cuaical lo vio por primera vez. Ahora debía subir una hora más y cavar por lo menos dos metros de profundidad para encontrarlo. No obstante, el trabajo era más sencillo: los vientos ya no soplaban con la misma fuerza, el frío había disminuido y ya no caía granizo. En cambio, para Arturo Quillismal y Gildardo Valenzuela el trabajo era cada vez más complicado. El primero de ellos empezó a notar que muchas veces, después de las quemas, los pajonales no volvían a retoñar, sólo quedaban las cenizas muertas. El segundo se dio cuenta de que en cada cacería debía caminar muchos más kilómetros para que sus perros alcanzaran a olfatear un venado. Los tres sospechaban que quizás pronto llegaría el día en que todo se acabaría. Pero aún no era el momento de detenerse.

Humberto Cuaical organizó mingas con todos los hieleros para ubicar en la cima del nevado del Cumbal los últimos yacimientos de hielo, que estaban a más de cuatro metros de profundidad. Arturo Quillismal, así como los demás ganaderos, encontraron nuevos territorios del páramo donde la paja amarillenta retoñaba verde y tierna después del fuego. Y Gildardo Valenzuela se dedicó a guiar a los turistas que, armados con rifles, llegaban desde el interior de Colombia y Ecuador para matar a los últimos venados que habían logrado refugiarse en los lugares más recónditos del páramo. De hecho, el primero de los tres en quedarse sin trabajo fue él. Una tarde de 1980, después de caminar infructuosamente durante una semana por el páramo, guiando a un grupo de turistas y acompañado por sus mejores perros, regresó a su casa con la convicción de que no volvería a salir de cacería porque los venados ya se habían extinguido.

El segundo turno le correspondió a Arturo Quillismal. A mediados de los años ochenta abandonó su trabajo porque los suelos del páramo dejaron de producir buena yerba para el ganado. La decisión la tomó junto con los demás ganaderos de su zona, agrupados bajo una organización denominada Comuna La Esperanza, en Tufiño, parroquia de Tulcán, Ecuador. El tercer turno le correspondió a Humberto Cuaical, quien hace cuatro años extrajo los últimos bloques de hielo que quedaban en la parte más alta e inaccesible del nevado del Cumbal.

Sus vidas, que empezaron con un aprendizaje heredado de manera similar, habían transcurrido por diferentes caminos hasta que retornaron a un mismo punto: los tres debían aprender de nuevo cómo defenderse en la vida. Gildardo Valenzuela, para seguir experimentando la emoción primitiva que sentía cada vez que atrapaba un animal, decidió dedicarse a la pesca. Arturo Quillismal empezó a sembrar papas en las afueras del páramo. Y Humberto Cuaical, aprovechando su experiencia, empezó a bajar rocas de azufre del nevado del Cumbal. Sin embargo, esta vez para los tres sería muy difícil defenderse en la vida. Tendrían que pagar las consecuencias de la agonía que estaba padeciendo el páramo.

(EN LOS PRÓXIMOS DÍAS LA SEGUNDA Y LA TERCERA PARTE DE ESTA CRÓNICA)


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