jueves, 20 de septiembre de 2012

Los otros condenados

La anciana. Una enfermedad le robó la visión.


Visita a una casa condenada. Visita a una familia atravesada por un dolor insuperable. Historia de una familia que lo perdió todo.




Liliana, cargando en brazos a su hijo de dos años, me invita a seguir a una de las habitaciones que rodean el patio de su casa. Al entrar trato de que mis pasos no hagan crujir la madera del suelo porque observo sobre la cama a una anciana que duerme. “Es mi mamá”, me dice Liliana. La anciana, al escucharla, se despierta y empieza a sentarse con dificultad, quejándose. “¿Ya es de noche, mija?”, pregunta. Liliana le responde que apenas son las cuatro de la tarde y que ya llegó el periodista. Saludo entonces a la anciana mientras la veo que palpa el velador en busca de un rollo de papel higiénico. “Disculpará que no le dé la mano, señor periodista, pero es que soy ciega, no veo ni tan siquiera la luz del sol”, me comenta al tiempo que arranca un trozo de papel higiénico para limpiar las lagañas que brotan de sus ojos. Le digo que no se preocupe y le pregunto si es ciega de nacimiento. Me responde que hasta hace tres años veía bien, pero una enfermedad ocular llamada glaucoma le cogió tanta ventaja que los médicos ya no pudieron hacer nada. 


Entre tanto, Liliana sale de la habitación. Un momento después regresa, ahora carga a su hijo con una mano y con la otra sostiene una silla. Me invita a que me siente. Ella, por su parte, se acomoda al lado de su madre en la cama y suelta un suspiro de alivio. “A veces ya no jalo de tener todo el día cargado al niño”, me dice. “¿Es perezoso?, ¿no le gusta caminar?”, le pregunto con una sonrisa. Ella me mira a los ojos y me responde que no, el niño sufre de parálisis cerebral. Lo reparo y noto que su boca permanece abierta y su cuerpo completamente inmóvil. “En el hospital me dejaron pasar el tiempo del parto y le hicieron un daño bien grande a mi niño”, me explica. Luego, con rabia, agrega: “Lo peor de todo es que con el tratamiento el niño empezó a mejorar, a mover sus manitos, sus piecitos, sus ojos, incluso veces hasta se reía, pero tuvimos que suspenderle todo, medicina, tratamiento, todo, porque nos quedamos sin plata por estar pagando los abogados para mi esposo”. La anciana empieza a llorar, arranca un nuevo trozo de papel higiénico y esta vez limpia sus lagañas bañadas en lágrimas. “Sólo Dios sabe, señor periodista, todo el daño que nos han hecho llevándose al hombre de la casa”, dice entre sollozos. 
Al fondo Liliana le prepara la cena a su mamá.

“¿Cómo está él?”, pregunto refiriéndome al hombre de la casa, a Aníbal, el esposo de Liliana. La anciana me explica que debido a su ceguera y a sus achaques no ha podido visitarlo en la cárcel, si a duras penas puede levantarse de la cama. Liliana me cuenta que Aníbal está más flaco de lo que era, llora mucho y ha perdido el voraz apetito que lo caracterizaba. “¿Cómo le van a dar ganas de comer allá encerrado?”, me pregunta y de inmediato se responde ella misma: “Ahí sí como él escribió en un poema: La cárcel es un cementerio de vivos, Estamos muertos aunque sigamos vivos”. Los versos me llaman la atención. Le pido que me los muestre. Liliana se levanta de la cama y saca del cajón del velador un álbum fotográfico donde guarda los poemas que su esposo ha escrito desde el día en que fue detenido, 28 de enero, hasta la fecha. Después de leerlos, me detengo a observar las fotografías. Ella también ha perdido mucho peso. Su rostro ya no refleja la misma vitalidad del anterior diciembre, cuando la fotografiaron bailando en una fiesta familiar, sonriente y abrazada a su esposo. 

Liliana me comenta que además él hizo una tarjeta que le dio como regalo del día de la madre. Pero la guarda celosamente porque la hará enmarcar apenas tenga unos centavitos de sobra. “A mí también me mandó una para el día de la madre”, interviene la anciana. “Aníbal siempre fue muy atento conmigo”, empieza a recordar mientras arranca otro trozo de papel higiénico y limpia las lagañas que no paran de acumularse en sus ojos: “Cuando él llegaba del trabajo venía a saludarme aquí a la cama, y después de un ratico vuelta regresaba a servirme más que sea una agüita”. Pero sus recuerdos son interrumpidos por la voz de alguien que nos saluda a todos desde la puerta de la habitación. Es una chica alta y guapa de 17 años que viste uniforme colegial. Es la hija de Aníbal y Liliana. Le informa a su madre que ya acabó el trabajo con sus compañeros de curso y ahora se dedicará a leer. Liliana le propone que se quede un rato con nosotros y se una a la conversación. La chica obedece en silencio.

La anciana, que se encuentra
completamente ciega, confía
en la inocencia de su yerno.
“¿Qué opinas tú de lo que le está sucediendo a tu papá?”, le pregunto cuando ya se ha sentado en la cama al lado de su madre y de su abuela. Ella empieza a mover la cabeza en señal de negación y dice que es imposible que su papá haya violado a una mujer, peor aún a una mujer con discapacidad. “Entonces, ¿por qué ella lo acusa?”, insisto. “Porque los seres humanos, en este caso ella, cometemos errores, decimos mentiras y perjudicamos a los demás”. Liliana interviene con vehemencia: “Y harto que nos ha perjudicado esa mujer. A mi esposo le quitó el honor. Eso es como coger una gallina y arrancarle las plumas. Ya nunca volverá a ser igual”. La anciana nuevamente no soporta el dolor y empieza a llorar apretando en sus manos el rollo de papel higiénico. “¿Ya es de noche, mija?”, pregunta cuando se tranquiliza. Liliana, con un tono de preocupación, le responde que sí. De inmediato manda a su hija a la cocina a calentar la cena. Luego acuesta al niño en la cama para hacerle la tercera y última terapia del día. Le mueve los brazos, las piernas, le da volantines y le pasa una linterna por el rostro para estimular el movimiento de los ojos.

Antes de marcharme, le pregunto a la anciana qué les diría a los jueces de la Corte Superior que en algunas semanas, en un fallo de segunda instancia, determinarán la culpabilidad o inocencia de Aníbal. “Nada, señor periodista, ellos deben saber que arriba hay un Dios que todo lo ve y todo lo oye, que todo lo sabe. Un Dios que hará justicia”.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

Veterano de Corea


Foto tomada de: elpais.com
La historia de un hombre de Pupiales, Nariño, que combatió en Corea con otros colombianos que tenían vocación para la guerra.






Entre 1951 y 1952 centenares de soldados colombianos fueron enviados a Corea para apoyar al ejército estadounidense, que combatía la propagación del comunismo. Uno de esos soldados fue Carlos Nicanor Arteaga, un hombre que ahora tiene 75 años y vive en la población de Pupiales, a pocos minutos de Ipiales. 

Hace una semana lo llamé por teléfono y le propuse que me contara su historia para escribir esta crónica. Pero me contestó que de ninguna manera quería recordar aquellos momentos de su vida. No insistí. Le dije que entendía su negativa y le comenté que mi abuelo también participó en la guerra de Corea. Yo no alcancé a conocerlo porque se suicidó con un disparo en la cabeza antes de mi nacimiento. Sin embargo, mi madre y mi abuela siempre me contaron que todas las noches se levantaba asustado a buscar su revólver, para defenderse de los coreanos que hasta en sueños lo perseguían. Esta revelación espontánea hizo que Carlos Nicanor cambiara de parecer. “Está bien: cuándo quiere entrevistarme”. 

El sábado 11 de febrero, a las diez de la mañana, llegué a su casa. Esperaba encontrar a un anciano hostil que me despacharía en un par de minutos con unas cuantas respuestas evasivas. Pero no fue así. Carlos Nicanor me explicó que realmente no tiene ningún problema en recordar sus experiencias en la guerra de Corea, sólo que nunca acostumbra a dar entrevistas a los medios de comunicación. “Es que los periodistas hablan de lo que no entienden: nos culpan por haber ido a la guerra empuñando la bandera de Estados Unidos y defendiendo una causa injusta como el capitalismo. Pero creo que usted puede entender las cosas de otra manera por lo que le sucedió a su abuelo”. 

Foto tomada de: caballerosandante.net
A decir verdad, era la primera vez que yo tenía la oportunidad de conocer un veterano de Corea. Claro está que en mi adolescencia, fascinado por las locuras que me contaban de mi abuelo, inicié una investigación que nunca fructificó, pero que me dejó un gran número de documentos que aún conservo. En uno de ellos dice que el primer grupo de soldados colombianos que viajó a Corea zarpó el 21 de mayo de 1951, desde el puerto de Buenaventura en el buque Aiken Victory de Norteamérica. Eran mil sesenta jóvenes cuyas edades oscilaban entre los 18 y 22 años. De ellos, ciento treinta y uno murieron en combates, cuatrocientos veintiocho quedaron mutilados o con graves heridas, sesenta y nueve se perdieron para siempre en las selvas y veintiocho sufrieron como prisioneros la crueldad de las torturas. 

Carlos Nicanor, por el contrario, viajó a Corea en el último grupo de soldados que envió el gobierno del presidente Laureano Gómez. Su barco, el U.S. Naval Ship Sylvester Antolak, zarpó el 10 de junio de 1952 desde el puerto de Cartagena. En total iban doscientos cuarenta y cinco soldados colombianos. Todos, en su mayoría, esperaban disfrutar de unas vacaciones inolvidables, llenas de aventuras en un mundo desconocido. “Pero al desembarcar en el puerto de Inchón, después de quince días de navegar por el Océano Pacífico, nos estrellamos contra la realidad. La guerra lo había devastado todo. Las ciudades estaban convertidas en escombros y cenizas”. 

Los doscientos cuarenta y cinco soldados fueron trasladados en tren hasta una inmensa guarnición donde estaba el resto de colombianos que desde el año anterior habían empezado a llegar. Era el Batallón Colombia, calificado por los estadounidenses como el Number one por su irresistible vocación para la guerra. Carlos Nicanor fue recluido por tres meses en la unidad de explosivos, donde aprendió a instalar bombas quiebrapatas, que en ese entonces tenían una poderosa carga de TNT. “Luego me enviaron a la línea de combate”, dijo y de inmediato, con el mismo lujo de detalles que relató su llegada a Corea, empezó a contar el modo como regresó a Colombia. 

Pero qué pasó en la línea de combate, le pregunté. “La guerra”, contestó. Sí, pero cuánto tiempo estuvo ahí. “Ocho meses”. Y qué hacía. “En el día cavar trincheras y enterrar bombas, y en la noche dispararle al enemigo”. Y en qué momento dormía. “Nunca, sólo descansaba cuando me desmayaba del cansancio”. Y vio morir a alguno de sus compañeros. “A muchos”. Cómo. “Quedaban destrozados por las granadas o agonizando por los balazos”. Aún recuerda esas imágenes o sueña con ella. “Los primeros años sí, cuando recién llegué, pero ya no”. Ahora para usted qué es la guerra. “Es el infierno”, dijo. 

Después de esta conversación fuimos al cementerio, donde visitamos la tumba de otro pupialeño que también participó en la guerra de Corea, pero murió en los combates. Carlos Nicanor me habló entonces de las condecoraciones que recibió, los homenajes que le organizaron, las fiestas de gala a las que fue invitado y las pesadillas que en las noches sufría. Pensé entonces que era un hombre muy afortunado y valiente, no sólo porque regresó ileso de la guerra, sino sobre todo porque consiguió salir de ella. Centenares de jóvenes colombianos que viajaron a Corea no pudieron hacerlo. Regresaron a Colombia sí, pero se quedaron viviendo para siempre en la guerra. Muchos se volvieron alcohólicos o drogadictos, otros se convirtieron en asesinos y masacraron a varias personas sin ningún sentido, y algunos enloquecieron y se suicidaron, tal como lo hizo mi abuelo.   

lunes, 3 de septiembre de 2012

Los pasos fronterizos entre Colombia y Ecuador

Paso fronterizo entre Urbina, Ecuador, e Ipiales, Colombia.
¿Qué significa vivir en la línea de la frontera? La hermandad, el contrabando, los temores y las fiestas de algunos pueblos ubicados en la línea fronteriza.



René Noguera, presidente de la Junta Parroquial de El Carmelo, recuerda que hace veinte años llegaron a su población funcionarios de las cancillerías de Ecuador y Colombia para solucionar algunos problemas fronterizos. La primera idea que se les ocurrió fue dinamitar la carretera que comunica a esta población ecuatoriana con La Victoria, en el departamento de Nariño, para así evitar el contrabando de mercancías. “Todos nos opusimos”, cuenta Noguera, “les explicamos que eso era como si nosotros fuéramos a las oficinas de ellos en Quito o Bogotá y les cortáramos las manos para que dejaran de robar”. 

Desde aquella época, otros líderes políticos y autoridades aduaneras han propuesto bloquear esta carretera de siete kilómetros sin pavimentar, pero sus habitantes siempre les han contestado que eso significaría matarlos. Porque por ahí, todos los fines de semana, ellos transportan de un país a otro los productos que cosechan para venderlos en las pequeñas ferias de mercado. También, entre semana, por ahí van a visitar a los hijos que se enamoraron y se fueron a vivir al otro lado donde sus parejas. Y en las temporadas de fiestas, la utilizan para llevar a donde sus vecinos fronterizos las carrosas, las comparsas, las obras de teatro, los grupos de danzas, las imágenes religiosas y los equipos de fútbol con que participan y materializan lo que ellos denominan “la integración cultural”. 

Una situación similar se vive entre la parroquia ecuatoriana de Tufiño y la vereda colombiana de Chiles. Pero la carretera que une a estas dos poblaciones sirve, además, para que todos los días a las siete de la mañana más de cien campesinos colombianos crucen la frontera y vayan a trabajar a territorio ecuatoriano. “Es que en Colombia”, explica Florentino Chenás, ex dirigente del resguardo indígena de Chiles, “no tenemos trabajo; en Ecuador sí hay y pagan mejor que aquí”. Al otro lado de la frontera, Rosa Pozo, secretaria de la Tenencia Política de Tufiño, añade otra razón: “en Ecuador preferimos al trabajador colombiano porque es sacrificado, mientras que nuestra gente de aquí no necesita esforzarse: se gana la vida solo con ordeñar sus vaquitas”. 

Paso fronterizo entre El Carmelo, Ecuador, y
la Victoria, Colombia.
Por esta carretera, además de los campesinos trabajadores, también transitan cada día más de ochenta niños colombianos que estudian en territorio ecuatoriano, en la institución pública Luis Gabriel Tufiño, que tiene en total 140 alumnos. Ahí no solo les ofrecen una educación totalmente gratuita sino que también les dan sin ningún costo el desayuno, los útiles escolares y los uniformes. “Estos niños”, dice con indignación el gestor cultural Jaime Coral, “aprenden todo sobre Ecuador, nada de su país, lo que les crea un desarraigo cultural, el malestar de sentirse abandonados por su propia patria”. 

Ese abandono es más notorio aún en las poblaciones del Pacífico nariñense. Por ejemplo, en San Juan, Tallambí y Numbi, por mencionar solo algunas veredas, no hay ni siquiera vías de acceso; los pobladores, en su mayoría indígenas awás y afros, deben movilizarse durante días por trochas para llegar a alguna carretera. En cambio, al frente de cada una de estas poblaciones, en el territorio ecuatoriano, no solo existen carreteras y todos los servicios básicos, sino que además hay una aceptable infraestructura turística que les permite a sus habitantes obtener ingresos. “Los del lado colombiano estamos jodidos, lo poco que cosechamos tenimos que sacarlo es por Ecuador, acá no tenimos nada,” dice el indígena Segundo Güiz mientras camina los diez minutos que separan a su vereda, Tallambí, de la parroquia ecuatoriana de Chical, llevando al hombro dos sacos repletos de lulos. 

Emilio Paspuel también cruza la frontera todos los días, pero lo hace por una de las tantas trochas que comunica al municipio colombiano de Ipiales con el cantón ecuatoriano de Tulcán, las dos principales ciudades de la frontera. Su viaje consiste en llevar su yegua, llamada Bondad, hasta una casa en las afueras de Tulcán, donde la carga con dos cilindros de gas (diez mil pesos) que luego lleva a revender en las afueras de Ipiales (treinta mil pesos) para ganarse así el pan de cada día (veinte mil pesos). “A veces escasea el gas”, cuenta Paspuel, “entonces toca echarle otra carga a la Bondad: azúcar, arroz, jabón, lo que sea sirve porque en Ecuador todo es más barato que en Colombia”. 

Paso fronterizo conocido como Cuatro
Esquinas, entre Tulcán, Ecuador, e
Ipiales, Colombia. 
Luis Rosero Bilbao lleva más de 28 años viendo pasar todos los días por estas trochas a Emilio Paspuel y a otros centenares de contrabandistas. Él ha trabajado todos esos años como operario de la planta La Playa, que surte de energía eléctrica a Tulcán y queda ubicada sobre la línea fronteriza, en un sector conocido como Cuatro Esquinas. “Es impresionante la cantidad de gas que se llevan”, dice, “yo no estoy de acuerdo porque el subsidio que tiene ese combustible lo pagamos los ecuatorianos, y debe ser para nosotros, no para los colombianos”. 

Es por esa razón que las autoridades aduaneras de Ecuador han bloqueado con enormes zanjas algunos caminos que en este sector comunican la frontera. “Lamentablemente los contrabandistas son tan audaces que, en algunos casos valiéndose de las autoridades autóctonas, desbloquean o abren nuevos caminos, aduciendo que es un paso para el sostenimiento alimenticio”, dice Ramiro Urresta, director del Servicio Nacional de Aduanas del Ecuador, distrito Tulcán. El teniente Eder Siachoque, de la Policía Fiscal y Aduanera de Colombia, en Ipiales, también considera que estos bloqueos “ayudan mucho para acabar con esa cultura del contrabando que existe por ahí”. 

Por el contrario, Jaime Coral se opone rotundamente a estos bloqueos, ya que, asegura, son ordenados desde Quito o Bogotá sin tener en cuenta la realidad histórica de la frontera. “Nuestros pueblos”, explica, “desde la época en que éramos una sola nación conocida como Los Pastos, han transitado libremente por estos caminos trayendo y llevando mercancía, sin que nunca se les tachara de contrabandistas”. De hecho, a pesar de las restricciones que existen en esta zona de frontera entre Ipiales y Tulcán, los habitantes de ambos países, al igual que sucede entre las poblaciones de La Victoria y El Carmelo o de Chiles y Tufiño, poseen un espacio de “integración cultural” donde los caminos se tornan fundamentales. Se trata de una fiesta conocida como el Carnaval, que es organizada cada 28 de diciembre por los del lado colombiano y antes del miércoles de ceniza por los del lado ecuatoriano, pero que consiste en que los habitantes de ambos lados se reúnen a orillas del río Carchi, que marca la frontera en este sitio, para echarse agua mientras escuchan algunas orquestas y disfrutan de las comidas típicas. 
Paso fronterizo entre Tufiño, Ecuador, y
Chiles, Colombia.

Para todas las personas que habitan a las orillas de la frontera colombo ecuatoriana, las trochas y las carreteras que unen a ambos países, más allá de ser pasos por donde circula el contrabando, son un vínculo que permite el desarrollo económico, social y cultural. “Las autoridades de ambos países”, dice René Noguera, “deberían dejar de pensar en destruir estos caminos y más bien deberían ponerse a abrir nuevos caminos o asfaltar los que ya están hechos, porque entre las personas que vivimos a uno y otro lado de la frontera no hay diferencias: somos los mismos hijitos de Dios”.

Este texto fue publicado en El Espectador. 





El lugar más violento de Ecuador

Pedro Yela, habitante de Chical, en su orquideario.
Una crónica sobre un viaje fantástico a un paraíso rodeado de temores infundados. Historia de la visita a un infierno que en realidad era el cielo. 


viernes, 27 de julio de 2012

La marcha más grande en la historia de Colombia

Foto tomada de: Elespectador.com

Hace seis años escribí esta crónica sobre una multitudinaria marcha realizada por los paeces. Parece que desde aquel tiempo hasta ahora nada ha cambiado en el Cauca. 


La magnitud de la marcha empezó a vislumbrarse cuando el Presidente Álvaro Uribe viajó hasta el Cauca con el único propósito de cancelarla. “¿Qué necesitan? Firmemos un acuerdo”, les dijo a los líderes indígenas en una reunión que se realizó en Popayán el viernes 10 de septiembre. Daniel Piñacué, Diputado por el Cauca, le recordó que los indígenas estaban firmando acuerdos desde la época de la Conquista. Entonces, el Gobernador del Valle, Angelino Garzón, y el del Cauca, José Chaux Mosquera, intervinieron tratando de explicar que la actual situación del país no era apropiada para realizar una marcha tan grande. Esta vez, Daniel Piñacué se levantó con rabia y les gritó: “¿Cuántos muertos más tienen que haber, cuántos líderes más tienen que detener, cuántas leyes más nos tienen que imponer para que llegue el momento oportuno de que los indígenas sean escuchados?”. 

En el lugar detonó un silencio que marcó el final de la reunión. Los líderes indígenas, sin embargo, antes de irse, se comprometieron a no bloquear ninguna vía ni permitir que se presentaran actos de violencia durante la marcha. Así mismo, los Gobernadores del Valle y del Cauca garantizaron que iban a facilitar las condiciones de desplazamiento y los lugares de campamento. El Presidente, por su parte, se marchó sin ni siquiera despedirse. 

Las razones que justificaron la marcha 
Los líderes indígenas tenían razones de peso para realizar la marcha. En primer lugar, no podían defraudar a los más de setecientos mil indígenas de todo el país que los habían respaldado mediante sus organizaciones. En segundo lugar, las problemáticas sociales estaban alcanzando un límite intolerable. Había que hacer lo posible para liberar al líder indígena Alcibíades Escué y rechazar el Tratado de Libre Comercio (TLC), el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), la Política de Seguridad Democrática, la ejecución del Estatuto Antiterrorista, la Reforma Constitucional, la Ley de Alternatividad Penal, entre otras cosas. Además, los indígenas necesitaban “denunciar ante Colombia y el mundo el permanente accionar militar al interior de nuestros Resguardos, donde todos los grupos armados –Ejército, guerrilla, paramilitares– nos están asesinando”, declaró Daniel Piñacué cuando la marcha llegó al Coliseo El Pueblo, en Cali. 

Los primeros pasos del largo camino 
Foto tomada de: Elespectador.com
Lo que se convirtió en la movilización indígena más grande en la historia de Colombia, empezó el lunes 13 de septiembre cuando veinticinco mil indígenas paeces, provenientes del sur del Cauca, se reunieron en el Territorio de Convivencia, Diálogo y Negociación de La María. Al día siguiente, martes 14, marcharon por un solo carril de la vía Panamericana hasta Santander de Quilichao. Ahí los esperaban otros veinte mil paeces que habían bajado de las frías montañas del norte del Departamento; además habían cinco mil indígenas de otras etnias, entre los que se encontraban los Yanaconas del Macizo, los Coconucos del Huila, los Awa de Nariño, los Ingas del Putumayo, los Witoto del Amazonas, los Guambianos del Cauca, los Embera del Choco y los Afrocolombianos del Patía. Ese mismo día, los cincuenta mil indígenas, custodiados por nueve mil quinientos hombres de la Guardia Indígena y bajo la supervisión de doscientas enfermeras de los Resguardos, marcharon (nuevamente sin obstruir el tráfico) hacia el pueblo de Villarrica para instalar ahí su campamento. El miércoles 15, con cinco mil nuevos indígenas y campesinos provenientes del Valle, llegaron a Jamundí en donde los esperaban otros cinco mil indígenas que habían bajado de pueblos como El Tambo, Buenos Aires, La Balsa y Suárez. Por último, el jueves 16, la gran marcha de sesenta mil indígenas que habían recorrido más de cien kilómetros en tres días, madrugó rumbo a su destino final. 

Una marcha pacífica pero contundente 
Los primeros indígenas llegaron a Cali antes del amanecer. Venían en una caravana de catorce camiones, diecisiete jeeps Willys y diecinueve buses que cargaban varias toneladas de alimentos y una cantidad impresionante de leña. Además, traían los plásticos y las cuerdas que a las seis de la mañana empezaron a templar en las afueras del Coliseo El Pueblo para instalar el campamento a donde iba a llegar la gran marcha. Entre tanto, en la vía Panamericana las autoridades empezaban a desviar el tráfico. Se trataba de un enorme dispositivo de seguridad que contaba con más de dos mil quinientos policías fuertemente armados, además de un helicóptero, dos tanquetas antimotines y un gran número de camionetas y motos de alto cilindraje. Sin embargo, la gran marcha indígena, cuyo nombre era Minga Indígena y Popular Por La Vida, La Justicia, La Alegría, La Libertad y La Autonomía, salió de Jamundí en completo orden. “Son tres días de manifestación y convivencia entre miles de personas sin expresiones de violencia”, dijo Jorge Caballero, Director de Comunicaciones del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC). Luego, mientras escuchaba los aplausos de los habitantes de Jamundí que habían madrugado a despedir la marcha, complementó: “Aunque no se puede negar que le estamos haciendo mucho daño al gobierno del Presidente Álvaro Uribe”. Era cierto, ese mismo jueves estaban marchando en la Guajira los Wayúu y los Yupkas; en Sincelejo los Zenú; en Santa Marta los Mocaná; en Bogotá los Pijaos, los Muiscas y la comunidad Gay; en Cúcuta el magisterio y a nivel nacional los transportadores se encontraban en paro: la imagen que el Presidente había construido empezaba a desmoronarse. 

El inminente choque entre indígenas y policías 
Un día antes, los medios informaron que la Alcaldía de Cali había modificado la ruta de la marcha dentro de la ciudad. Ya no pasaría por la calle Quinta, sino que se desviaría por unas autopistas secundarias en busca del Coliseo El Pueblo. El propósito del Alcalde Apolinar Salcedo era impedir un caos vehicular. Sin embargo, para algunos su verdadera intención era evitar que la marcha pasara por la Universidad del Valle, en donde los indígenas participarían de un acto cultural. “La posición nuestra –informó Marcos Guasaquillo, Coordinador de la emisora indígena Radio Puyamat– es pasar por la calle Quinta y entrar a la Universidad del Valle”. El ambiente de la marcha, aunque se sentía tensionante por la posibilidad de un inminente choque entre indígenas y policías, no dejaba de ser festivo. Los grupos de música andina animaban con sus kenas, zampoñas y bombos a una multitud que gritaba consignas en contra del TLC y del ALCA. Los estudiantes de la Universidad Autónoma, de la Fundación de Ciencias y del Instituto Antonio Nariño, instituciones ubicadas en las afueras de la ciudad, se agolpaban en las orillas de la vía Panamericana para aplaudir aquel río humano que se extendía por más de tres kilómetros. A veces, las risas estallaban porque aparecía uno de los personajes más pintorescos de la marcha. Se trataba de un hombre encapuchado que, además de ir cabalgando una yegua, vestía un traje negro de capa y sombrero. Era El Zorro, una de las personas que más se robó la atención de los medios. No obstante, cuando la marcha se fue acercando a Cali su protagonismo se desvaneció. Todos los camarógrafos corrieron ansiosos hacia el lugar donde se suponía que los policías iban a bloquear el acceso a la calle Quinta. En tal caso, los líderes indígenas habían decidido que las sesenta mil personas se sentarían a esperar un acuerdo pacífico. Sin embargo, Clímaco Álvarez, máximo dirigente del CRIC, en una reunión extraordinaria con el Alcalde Apolinar Salcedo, consiguió que se respetara la ruta pactada desde semanas atrás. La marcha, entonces, entró por la puerta grande de Cali, rumbo a las instalaciones de la Universidad del Valle. 

Un provocador capturado 
Los estudiantes habían preparado un acto cultural para recibir afectuosamente a quienes consideran un ejemplo de lucha a nivel nacional. Pero todo tuvo que ser cancelado intempestivamente por razones de seguridad que algunos medios tergiversaron. Resulta que desde muy temprano varios estudiantes de la Universidad habían detectado a un hombre con características sospechosas. Al capturarlo, descubrieron que cargaba un arma de fuego. El hombre confesó que habían otros provocadores profesionales acompañándolo. Los estudiantes, cuando la marcha llegó a las afueras de la Universidad, le entregaron el capturado a la Guardia Indígena. Los líderes, entonces, decidieron que la marcha siguiera de largo por la calle Quinta hasta el Coliseo El Pueblo, donde se encontrarían con las delegaciones provenientes de Candelaria, Yumbo y Ecuador. Ahora bien, en algunos periódicos apareció publicado que la decisión de los indígenas fue motivada porque los estudiantes y los sindicalistas querían aprovechar la ocasión para crear confusión, y no por la presencia de un provocador. 

El papel de los medios 
Foto tomada de: Periodicovirtual.com
Para los indígenas, el acompañamiento de los medios en general fue destacable, aunque señalaron que algunos periódicos trataron de empañar los verdaderos propósitos de la marcha. En sus informes resaltaron sólo una de las denuncias entabladas por los indígenas: la presencia de grupos guerrilleros y paramilitares en los Resguardos. Casi nada dijeron del rechazo al TLC y al ALCA, ni del encarcelamiento de Alcibíades Escué, ni de los abusos del Ejército. Ni siquiera mencionaron que el objetivo final de la marcha era sacar un Mandato Popular en el que todos los estamentos de la sociedad le hicieran unas exigencias puntuales al gobierno. “Lo único que han hecho es divulgar la información que le conviene al Presidente Álvaro Uribe”, aseguró el Director de Comunicaciones del CRIC, Jorge Caballero. 

No obstante, los indígenas venían preparados para afrontar esa problemática. En la marcha traían una bicicleta con un transmisor de radio que difundía al mundo entero (por medio de la Internet) lo que ocurría durante el recorrido. Además, instalaron una oficina de prensa en la Universidad del Valle con el fin de brindar información profunda y exacta. De igual modo, invitaron a varios reporteros europeos que laboran para noticieros independientes. También se destacaba el trabajo audiovisual que estaba realizando Marta Rodríguez, una de las directoras de cine y de documentales más reconocidas en Colombia. Su última producción registra el modo en que fueron exterminados los indígenas Kankuamos de la Sierra Nevada. “¿Cómo es posible que entre 1993 y el 2004 asesinaran a más de doscientos cuarenta Kankuamos, sin que ningún medio investigara lo acontecido? Sólo en Noticias RCN, el pasado viernes 10 de septiembre, mostraron a un señor encapuchado que justificaba el asesinato de Kankuamos porque los consideraba subversivos. Definitivamente algunos medios de comunicación están al servicio de esos asesinos, manifestó Marta Rodríguez mientras le señalaba a su camarógrafo el lugar más apropiado para filmar la entrada de la marcha al Coliseo El Pueblo. 

Un Maestro Universal de la Sabiduría tras las rejas 
En 1991, esta reconocida directora fue invitada a las montañas del Cauca para dictar un taller de producción audiovisual. Los alumnos eran jóvenes indígenas que acababan de entregar las armas en la desmovilización del grupo guerrillero Quintín Lame. “El más destacado de todos –recordó Marta Rodríguez– era Daniel Piñacué”. Su dedicación no sólo lo convirtió en el mejor operador de cámara, sino que también lo llevó a ser hoy el líder más reconocido de las comunidades indígenas. Sin embargo, cuando los sesenta mil indígenas se acomodaban en los campamentos previamente instalados, él me explicó que en su cultura no se aplica el término liderazgo porque la voz de un hombre es el clamor de todo un pueblo. Además, me ilustró el TLC y el ALCA como un lobo que pide igualdad de condiciones en el corral de las gallinas. Por último, me habló de Alcibíades Escué, un anciano que fue declarado Maestro Universal de la Sabiduría por la UNESCO, que fue Vocero Internacional Ante los Organismos de Derechos Humanos, que fue Presidente del CRIC y de la Asociación de Cabildos Indígenas del Norte del Cauca, que fue Fiscal de la Organización Nacional Indígena de Colombia, en fin, un hombre que siempre fue escogido por su honestidad para ocupar los cargos más honorables en las organizaciones de su comunidad, pero que hoy está preso porque la Fiscalía lo acusa de financiar un grupo paramilitar. 

El resultado final: un Mandato Popular 
El día viernes 17 de septiembre la Guardia Indígena, después de haber entregado a la policía al hombre que fue capturado en la Universidad, dispuso todo para recibir a la sociedad caleña en el Coliseo El pueblo. El propósito era realizar el primer Congreso Indígena y Popular, cuyas temáticas giraban en torno a cuatro puntos: conflicto armado, TLC – ALCA, reformas constitucionales y persecución estatal. Entre los participantes se encontraban los congresistas indígenas Francisco Rojas, Jesús Piñacué y Felix Tarapúez; además del Gobernador del Valle y los dirigentes políticos Navarro Wolf, Alexander López, Jorge Robledo y Luis Carlos Avellaneda. Los únicos que faltaron fueron los 40 Gobernadores de los Resguardos, quienes habían participado en la marcha. Su ausencia se debió al viaje que realizaron a Bogotá para exigir la libertad de Alcibíades Escué. Al día siguiente, los más de sesenta mil indígenas levantaron el campamento y se dirigieron a la Plaza de San Francisco para difundir el resultado del Congreso. Se trata del Mandato Popular, un documento en el que la sociedad manifiesta su inconformidad con el actual gobierno. Ahí, entre otras cosas, se decidió convocar a toda Colombia para realizar un referendo en contra del TLC y el ALCA, además de crear un Tribunal Permanente con personas reconocidas que se pronuncien ante las violaciones a los Derechos Humanos. Por otra parte, los indígenas se declararon en Asamblea Permanente y escogieron como sede de trabajo el Territorio de Convivencia, Diálogo y Negociación de La María. Así, la gran marcha de indígenas regresó a su punto de partida en una caravana de camiones, jeeps Willys y buses que salieron de forma ininterrumpida desde las doce del medio día hasta las siete de la noche. Un día después, el domingo 19, el Presidente Álvaro Uribe se dirigió a los colombianos por medio de la televisión. Dijo que los indígenas no tuvieron razones para llevar a cabo una manifestación de esa magnitud. Muy pronto, cuando el Mandato Popular empiece a materializarse, dirá lo mismo de los profesores, estudiantes, sindicalistas, vendedores, empleados públicos...

martes, 24 de julio de 2012

El lugar más violento de Ecuador

Niños que descansan en la población de Chical.
Historia de un viaje realizado al noroccidente de Carchi, a las poblaciones de Maldonado y Chical. Crónica de un miedo infundado.





Arrancamos hacia Maldonado con la impresión de que llegaríamos a uno de los sitios de la frontera ecuatoriana cuyos habitantes viven en la pobreza y atemorizados por el conflicto armado que azota a Colombia, pero vaya sorpresa que nos llevamos cuando descubrimos que esta parroquia del cantón Tulcán es un paraíso que esconde enormes riquezas naturales, con una aceptable infraestructura turística y un ambiente de paz que difícilmente se encuentra en otras ciudades del país.

Un retén de llamas
La primera sorpresa la experimentamos después de pasar por Tufiño, una pequeña población ubicada a media hora de Tulcán. El vehículo marchaba por un camino de segundo orden en cuyos costados se extiende un inmenso páramo repleto de frailejones. De repente, el conductor pisó el freno con todas sus fuerzas y las llantas se rastrillaron sobre el suelo hasta quedar completamente detenidas. “¿Qué pasó? Un retén de la guerrilla”, gritó Albert Heissman, un estadounidense que trabaja como fotógrafo para la revista National Geographic. Este hombre de c
abello rubio y cachetes colorados había viajado desde Nueva York hasta la provincia de Carchi con la misión de captar con su cámara varias flores silvestres que en la única parte del mundo donde se encuentran es en Maldonado. Sin embargo, era evidente que en su interior llevaba la esperanza de encontrar guerrilleros para tomarles fotos y publicarlas en algún diario de su país, lo que no sólo le permitiría ganar dinero extra sino también alcanzar el prestigio que se le otorga a quien tiene el valor de meterse dentro de la guerra. Pero sus esperanzas empezaron a desvanecerse cuando observó que el jeep en que viajábamos no se detuvo abruptamente por un retén de guerrilleros, sino por un rebaño de llamas que en ese momento atravesaba la carretera. 


Nuestra guía, Sandra Rosero, una joven periodista tulcaneña que ha recorrido gran parte de su provincia en busca de todo tipo de noticias, nos contó que estos animales eran “insertados”, es decir, fueron traídos desde Bolivia, pero gracias a las condiciones climáticas del páramo se adaptaron y se reprodujeron convirtiéndose en un atractivo turístico. El conductor del jeep, un hombre de avanzada edad cuyo rostro reflejaba fuertes rasgos indígenas, nos contó que los animales “autóctonos” de la zona eran los venados, los conejos, el cóndor, las águilas y los toros salvajes. Minutos después de reanudar el viaje empezamos a comprobar las palabras del viejo. Uno a uno fueron apareciendo en los costados de la carretera, entre los frailejones, los animales que él mencionó. 

Planta que muestra la belleza de la flora en Chical.
Yo, que sólo había observado estas imágenes en la televisión y en la revista para la cual trabaja Albert, me encontraba fascinado. Sin embargo, lo mejor estaba por venir. Se trataba de las Lagunas Verdes, tres grandes pozos naturales de agua que reflejan un color esmeralda y emanan un fuerte olor a Azufre. Sandra nos explicó que estas características se deben a la cercanía del volcán Chiles, una inmensa montaña de hielo y piedra seca que es escalada por aventureros extremos. El conductor, entonces, detuvo el vehículo para que Albert tomara fotos. Entre tanto, nos relató a Sandra y a mí las penurias que padeció en sus años juveniles, cuando trabajó como esclavo en algunas de las minas de azufre que fueron explotadas por varias empresas extranjeras en las faldas del volcán. 

Seguimos nuestro camino en medio de un frío atroz que se fue desvaneciendo a medida que empezamos a salir del páramo. Después de tres horas de viaje llegamos a nuestro destino. 

Los engulle vivos 
Maldonado es una pequeña parroquia que cuenta con los servicios básicos como el alcantarillado, el agua potable y el adoquinado, pero sólo existe un teléfono y no hay señal de televisión ni de emisoras de radio. Sin embargo, un grupo de treinta personas tienen conectados sus televisores a una antena parabólica que les permite observar canales de Colombia, un país que se ubica al otro lado del río que bordea la parroquia. 

Sandra le indicó al conductor por dónde debía cruzar para llegar a la casa de Pedro Yela, un hombre que nos recibió con una amplia sonrisa en su rostro y un fuerte apretón de manos. Era el líder de la región. Nos invitó a pasar a la sala de su casa. Ahí, en una vitrina, tiene una numerosa colección de piedras que ha recogido a lo largo de cuarenta años. Algunas tienen formas de hachas, otras de cuchillo, y la mayoría de vasijas. Fueron instrumentos rudimentarios utilizados por los indígenas que en tiempos prehistóricos habitaron la zona. Luego, Pedro nos llevó al patio de su casa, donde tiene un pequeño jardín botánico que cuenta con la presencia aterradora de una boa. Sí, en una pequeña jaula descansa enroscada la enorme serpiente, a la que cada mes le arrojan un cuy o un pollo para que lo engulla vivo. “La agarré en el monte, cuando yo estaba construyendo el orquideario”, dijo Pedro. 

Al fondo de estas plantas, las fuertes corrientes
del río que pasa por Chical. 
Albert, que no cesaba de tomarle fotos a la boa, despegó la cámara de su ojo apenas escuchó la palabra “orquideario”. Era el lugar donde Sandra le había indicado que podía encontrar las flores que vino a buscar desde Nueva York. “Vamos de inmediato”, dijo el estadounidense. Pero Pedro, con su tono de líder, indicó que primero nos daríamos un baño en el río y en las piscinas naturales que se ubican en las afueras de Maldonado. El lugar, además de acogedor, resultó ser muy apropiado para refrescarse del calor que empezaba a sofocarnos. 

Un jardín prehistórico 
Después del descanso, abordamos nuevamente el jeep y nos dirigimos al orquideario, a donde llegamos en menos de quince minutos. Pedro nos mostró una cabaña de madera que construyó con sus propias manos hace muchos años. “Era una época en que yo soñaba con convertir a Maldonado en un gran centro de turismo ecológico. Pero la idea no funcionó porque nadie viene por acá. Síganme, les muestro lo mejor”, dijo mientras salía de la cabaña y se adentraba por una trocha. De repente, llegamos a un espeso bosque lleno de árboles frutales, flores gigantes, palmeras ancestrales, arbustos coloridos, helechos milenarios, extrañas aves, insectos antropomórficos y enormes colonias de hormigas. Era un jardín prehistórico. Era el orquideario. 

Pedro nos mostró cada una de las orquídeas que tiene cultivadas, algunas se encuentran ocultas en medio de las grietas de las palmeras ancestrales, otras se camuflan en la frondosidad de los arbustos coloridos y muchas se esconden tras las ramas de los árboles frutales. Todos estábamos maravillados. Albert no paraba de tomar fotografías. Sandra anotaba algunos datos para su próximo reportaje. Yo simplemente disfrutaba. 

Al finalizar la tarde abandonamos el orquideario. En el trayecto de regreso hacia Maldonado le pregunté a Pedro porqué fracasó su proyecto de convertir esta región en una potencia eco turística si por todas partes se observaban impresionantes riquezas naturales, además habían varios hoteles y sitios atractivos para el entretenimiento de los visitantes. La respuesta de Pedro me dejó desconcertado. “Por ustedes, los periodistas. Porque se han encargado de hacerle creer a la gente del interior de país que aquí en Maldonado está la guerrilla y se presentan combates, secuestros y todas esas cosas de la guerra que hay en Colombia. Pero ya ve, este es un pueblo tranquilo donde no pasa nada y vivimos en completa paz”, me dijo mientras bajaba del jeep para quedarse en su casa. 

Nosotros seguimos el camino de regreso hacia Tulcán. Al ingresar al páramo, el conductor disminuyó la velocidad para no atropellar las llamas o venados que se atraviesan en la carretera. “Los animales son el alma del mundo”, dijo el anciano en voz alta sin que nadie le prestara atención. Albert dormía profundamente, en su rostro se notaba la satisfacción por las fotos que logró, pero también se veía la frustración de no haber encontrado las terribles imágenes que aspiraba captar con su cámara. Sandra estaba pérdida contemplando las inmensas llanuras de frailejones que se extienden a ambos lados de la carretera. Yo pensaba de qué manera podía convencer a alguien de que visitara Maldonado, para que disfrutara de esos lugares tan violentos que yo tuve la oportunidad de conocer.



jueves, 19 de julio de 2012

El desplazado: testimonio

Testimonio de un desplazado que huyó de la violencia, llegó a Ipiales, superó las dificultades que encontró y pudo dedicarse a ayudar a los demás.





Yo fui uno de los grandes dirigentes de la comuna nororiental de Medellín, el lugar más peligroso de una ciudad que en esa época era considerada la más violenta del mundo. 

Usted no me va a creer, pero ahí lo mataban a uno por nada. Mire esta cicatriz que tengo aquí en la cara. Un pelado como de 14 años me la hizo. Fue una noche en que yo subía por las escaleras del cerro hacia mi casa. El pelado apareció en la oscuridad y me amenazó con un cuchillo. Yo dejé que me robara. Pero como sólo llevaba en los bolsillos algunas monedas se enojó y me dijo, Toma pa’ que aprendas a andar con plata. Esa noche amanecí en el hospital con una cortadura de 15 centímetros en mi rostro. 

No guardo ningún rencor. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un muchacho que tenía seis hermanos aguantando hambre y que vivía en una casa de madera y cartón donde no tenían nada qué comer? Pues hombre, lo único que podía hacer era buscar la forma de sobrevivir, y como en ninguna parte le daban empleo le tocaba salir a robar, sin importar hacerle daño a nadie. 

Por eso Medellín estaba convertido en un infierno. Pero gracias a Dios los habitantes de la comuna nororiental empezamos a reaccionar. 

Yo lideré un proyecto de cultivos hidropónicos en los techos de las casas para que las personas se dedicaran a la venta de zanahorias o tomates, luego lancé una campaña en los medios de comunicación para que las empresas dieran trabajo a los jóvenes de nuestro sector. Y por último organicé a la gente que no tenía dónde vivir para que invadiéramos varios lotes desocupados y empezáramos a construir nuestras propias casas. Se trataba de quitarles a los ricos para darles a los pobres, un acto de justicia que me llenó de enemigos muy poderosos. 

A dos de mis hermanos los mataron: el primero porque no me encontraron a mí y el segundo porque lo confundieron conmigo. Yo seguí luchando, pero luego asesinaron a mi sobrinito preferido y ya no aguanté más. Abandoné la comuna nororiental en una ambulancia de la Cruz Roja, escoltada por la Policía. 

Con todos los problemas que tenía y como yo era un reconocido líder social, varias organizaciones de Derechos Humanos me ofrecieron asilo. En Australia me recibían, en México también, Holanda me dijo, Véngase pa’ca, pero yo amo mi tierra y pensé que lo mejor era quedarme para seguir ayudando a construir el camino de la paz. Entonces decidí irme a Bogotá. 

Ahí tuve un desliz romántico y eso me acabó de matar. El 20 de agosto del 2002 agarré mi mochila y salí a caminar sin saber hacia dónde. Así estuve tres meses. Dormía en las calles, pedía comida en los restaurantes, a veces un conductor me llevaba, otras veces caminaba y cantaba, mejor dicho, yo parecía un loquito. A veces con la felicidad de sentirme totalmente libre, pero otras veces con la amargura de haberlo perdido todo. 

El 16 de noviembre del 2002, después de tres meses de andar por Colombia, llegue a Ipiales. Yo sentí algo en el corazón que me dijo, Aquí es donde te quedás. Y ya llevo cuatro años acá. 

Yo no sabía nada de mecánica, pero me conseguí un trabajo de ayudante en un taller, donde me dieron posada. En las tardes salía a caminar por las calles y yo veía que las entidades del Gobierno aquí no ayudaban al desplazado y que la gente lo humillaba. 

Empecé a llamarlos y a decirles, Ustedes tienen derecho a esto y a lo otro, porqué no reclaman. Así empezamos a hacer carticas y a mandar oficios, hasta que el día menos pensado organizamos una asamblea y todos me escogieron como su representante. 

Siempre he tenido el espíritu de líder, esas ganas de querer ayudar a los otros. Además, he vivido en carne propia el desplazamiento, ese dolor de abandonar para siempre todo lo que uno construyó, ese miedo de que en cualquier momento los que te amenazaron te encuentren y te maten, esa angustia de no saber hacia dónde se dirige uno. Yo siempre he pensado que ser desplazado es como estar muerto en vida. 

Hace un rato me llamaron por teléfono y me dijeron, Sapo Hijuetantas, dejá de reclamar tanto que te vamos a matar. Lo único que yo quiero es cumplir los sueños que me he trazado aquí en Ipiales. Quiero crear las empresas para dar trabajo a los desplazados, quiero verlos bien, quiero que los niños crezcan en armonía, que los padres se olviden de sus problemas, quiero ver una verdadera paz en Colombia. 

Ese es mi sueño y sé que lo vamos a lograr. Si no me cree vaya y pregunte en la comuna nororiental de Medellín cuántas familias ya construyeron sus casas propias de dos y tres pisos en los lotes que hace años invadimos.